viernes, 29 de febrero de 2008

Triunfo Arciniegas / Alas a mitad de precio


Triunfo Arciniegas
ALAS A MITAD DE PRECIO

Wings, Two for One

De verdad termino el día cansado. No es para menos. Los negocios van de mal en peor. De capa caída, como dicen. La gente no dispone de dinero como antes ni tanta fe. En estos tiempos de escándalo a la gente no le interesan las alas. Ni a mitad de precio.
     A mi abuelo, de quien heredamos el oficio, le fue de maravilla, según cuentan. Tenía tres casas y un caballo. Eran otros tiempos. Usaba bigotes grandes, frondosos, mazamorreros, y botas de general de la guerra, como atestiguan las amarillentas fotografías del baúl. No alcancé a conocerlo. Con mi padre, aunque se dedicó a la bebida, el negocio todavía floreció. Se bebió las tres casas y el caballo. Mamá nos abandonó. Nos dejó solos. En el baúl, que sólo abrí después de la muerte de papá, no encontré ninguna foto suya. Era bonita y muy alegre. Le gustaban los músicos. Las malas lenguas dicen que un cantante de boleros le robó el corazón y la arrastró por la calle de la amargura.
     Ahora la gente se burla del negocio. ¿Quién quiere volar con unas pinches alas si hay aviones a la mano? Cómodos, tibios, eficaces aviones. ¿Quién puede contradecirles? Algunos me compran alas para sus disfraces decembrinos o para el día de brujas. Sólo dos fechas en todo el año. ¿Y el resto? Como si uno no comiera en otros meses.
     He recorrido a pie el hilo de unos diez kilómetros de ciudad. No abordo el bus porque los pasajeros se incomodan, que tal que de pronto les chuce los ojos, y el taxi sale caro. Ahora sólo salgo de casa con un par de alas. Si consigo venderlas, salvo el día, no aspiro a más. Hoy no he podido.
     Estuve a punto. Casi al mediodía, en La Castellana, que es un barrio de ricos, vi un niño en la ventana de una casa blanca. Me atrajo su aire de desamparo. Empecé a hacerle preguntas. Al principio ni siquiera me miraba. Luego lo hice reír. Tenía cara de querer jugar con un bonito par de alas. A menudo sostengo conversaciones tediosas, hay muchos desocupados en la ciudad que quieren matar el tiempo con un tipo que se empeña en vender alas, pero el niño tenía su genio. Tenía su ángel. Sólo le faltaban las alas. Me confesó su anhelo de brincar de un árbol a otro como las ardillas para escapar del monstruo que se traga la noche a dentelladas. Estábamos muy entretenidos cuando vino su madre y lo regañó por conversar con extraños. Ni siquiera alcancé a proponerle el negocio de las alas. Me gusta conversar con los clientes. Quiero que se sientan felices con su compra. Al fin y al cabo, alas no se compran todos los días. Digo que estuve a punto pero quién sabe. Con mujeres así pocas veces se puede. O piden una rebaja descarada o dan por hecho que a sus hijos no les interesan las alas.
     Para descansar de la hinchazón de los pies, entro a El Limonar y pido un café negro. Estiro la mano por debajo de la mesa, aflojo los cordones con disimulo y experimento la soportable levedad del ser. El dueño me sirve el café sin palabras. Debe estar cansado de clientes que sólo piden café. En la mesa del fondo un viejo cabecea frente a un pocillo vacío. El dueño no manifiesta ninguna curiosidad por las alas. Es gordo. Tanto que en sus pantalones caben sin duda tres vendedores de alas. Olvidé mi libro de poemas. Hubiera podido corregir un verso a esta hora tan deliciosa. Tal vez. Todavía me espera trabajo en casa. Tengo un cuarto que da al patio en el barrio más antiguo de la ciudad, refugio de poetas y maromeros, locos que venden collares y críticos de arte que alaban la belleza y se mueren de hambre. Y ladrones. Hay una mano de ladrones que da miedo. Cuando se me hace tarde nos cruzamos. “Con ese man no se metan”, dice alguno, y me dejan sano. “Vende alas.” Como quien dice, estoy más jodido que los mismos ladrones. Oficios duros. O será que de pronto necesitan un par de alas para subir al cielo. ¿De qué otra manera alcanzarán el cielo? Tengo una ventana que da al patio donde un árbol presta abrigo a los pájaros. Una ventana para airear el alma. Quien trepe al árbol puede contemplar el cementerio. Uno se acostumbra pronto a la vecindad de los muertos que, entre otras cosas, no causan molestia alguna. No roban. Debo cepillar las alas cuando llegue a casa, desempolvarlas. La gente toca pero no compra. Manosea. A veces debo lavarlas, con sumo cuidado, con dedos de señorita. No quiero que parezcan de segunda mano porque el negocio deja de ser rentable. Sueño con mazacotes de alas, con mujeres untadas de miel que se revuelcan en lechos de plumas, con alas manchadas de sangre. Estiro la mano debajo de la mesa y rasco con gusto.
     Cuando concreto una venta entro a cine. No me importa la película. Las disfruto por igual aunque las haya visto diez veces. Lo que importa es que en la tibia oscuridad del teatro puedo quitarme los zapatos. El otro día conocí a mi novia en el Teatro Almirante Padilla. Carmencita Garay, natural de San Juan de Río Seco, de piernas delgadas, bastante bonita y aficionada al chicle. Pensó que por ella iba tanto a ver Lo que el viento se llevó. Las mujeres son así de ilusas. Supongo que su marca era mundial: había visto la película treinta y siete veces en diez años. El asunto de nuestros amores no demoró mucho. Se enamoró de un librero. El otro día los vi comiendo helado en el Parque de los Cerezos. Toda embarazada, vestida de azul y rosa, me hizo un adiós con la mano. Vi que el librero le preguntaba quién era ese tipo. Vi que ella soltaba la risa y se le salía de la boca un pedacito de helado. Ay, Carmencita Garay, la que el viento se llevó. Mi enamorada, qué palabra tan dulce.
     A veces me acuerdo de ella. Pienso que si le hubiera mostrado mi libro de poemas tal vez se hubiera casado conmigo. Tengo un retrato suyo en la billetera. Me lo dio cuando le propuse matrimonio. No me respondió. Sólo sopló para apartarse un mechón de la frente. Al despedirse, ya con un pie en el bus, me dio el retrato. Después conoció al librero y se casaron a toda prisa.
      No tengo afán pero me preocupa el asunto del matrimonio. Si no me caso, no tendré hijos. Y si no tengo hijos, no sabré a quién heredarle el baúl y el oficio de vender alas. No es un baúl con muchos tesoros: solamente fotos, una cámara antigua, trompos, un revólver que ya no funciona, un anillo de mujer. Matrimonio y mortaja del cielo bajan, dicen, y es cierto porque si no me cae del cielo no entiendo cómo voy a enamorar otra mujer. Soy un hombre cansado. Nadie va a casarse con un largo cansancio. Estoy hecho de padecimientos. Se me ha ido la vida vendiendo alas y escribiendo un libro. Ya no pregono con la voz de otros años.
     Todavía estoy pensando en Carmencita Garay cuando ocurre el milagro. Una muchacha bañada en lágrimas entra a El Limonar, se sienta en la mesa contigua y se deja mirar. El dueño se acerca a recibir el pedido. Tal vez la mujer se decida por un postre y un delicioso capuchino. Me gustaría verle un bigote de espuma. Pero no creo que con esas lágrimas se decida por algo tan alegre.
     -Un vaso de agua, por favor.
     Me lo temía. El dueño hace un gesto de desilusión, de fastidio. Así para qué abrir un negocio. Agua y café, los clientes no piden más. Al dueño no le interesan las lágrimas.
     La mujer bebe el agua despacio. Se le sale por los ojos a toda prisa. Me le acerco hipnotizado, contemplo el lunar de su cuello y le ofrezco las alas.
     -Vuele -le digo.
     Ella se levanta, se acomoda las alas y sale volando. En la puerta vuelve a mirarme y como que me envía un beso con la punta de los dedos. El dueño corre tras ella. Me levanto. La mujer olvidó pagar el vaso de agua. Cuento una y otra vez las monedas: apenas me queda para cancelar el café. Voy hasta la puerta. La muchacha se ha perdido en el cielo de las siete de la noche.
    -Lo único que me faltaba –dice el dueño-. Que se me vuelen los clientes.




Triunfo Arciniegas / Señales


Fotografía de Triunfo Arciniegas
Chíchira, 2008

Triunfo Arciniegas
SEÑALES

La niebla extiende sus lentos límites. Los hilos atan los párpados sin escándalo. Soy pez ciego. Las palabras se extravían como cuerpos en la oscuridad. No hay señales.
     Navego y tropiezo.
     Corro y lamo, bestia enamorada. Aúllo a las ventanas cerradas. Orino junto al poste coronado de polillas. Cabeceo contra las esquinas y en las esquinas cabellos mutilados. A veces sangre. Sólo cuerpos dormidos en las garitas y el sol amarrado como un perro.
     Pájaro de patas apedreadas, boca sin dientes ni palabras. Pájaro torpe que no entiende los mensajes del viento. Pájaro que picotea sus propias plumas. El viento que se retrasa, se engarza, enamorado, en las ventanas. Sonámbulos, entre cuchillos, rondan. Alguien desnuda una navaja. Luego silencio.
     Sitiado, acorralado, atrapado. Cercenado. Colmillos en todas las salidas, fauces abiertas como pérfidos muslos que desembocan en la oscuridad. Una mujer se arrastra amordazada hasta el hilo de luz de una rendija. La puerta se abre y se cierra al designio del viento en la casa abandonada. El humo se riega como aceite. La lluvia deslíe las cartas inconclusas, la tinta se derrama. Estéril tinta que no encuentra útero, que no escribe su página de luz en la carne. Sangre y semen detenidos. La lengua enredada en la saliva. Han cosido los labios, los párpados, las vaginas, sin escándalo, Señor. Se han ido todos. Todos. Escasamente todos.
     Pájaro o pez.
     Pájaro desnudo que se revuelca en la porquería de sus plumas arrancadas.
     Pez que jadea en el barro de las últimas lluvias.
     Anzuelos en el aire.
     En verdad no hay señales.


Pequeño mío

Frank Marc
Gato sobre almohadón amarillo

PEQUEÑO MÍO

Al afeitarse esa mañana descubrió que tenía cara de gato: se erizó. La espantosa imagen lo persiguió durante el día, en cada pausa del trabajo: los ojos claros de dilatadas pupilas, los bigotes enhiestos, las orejas puntiagudas, y su grito, su propio grito, que le descubrió un par de pequeños y finos colmillos. En la noche, sobre el cuerpo jadeante de la mujer, maulló: tuvo sueños horribles con ratas y perros y otras bestias. Al despertar se deslizó entre las sábanas, lamió los tobillos blancos y dulces y luego, perezoso, mientras los dedos de sangrientas uñas le recorrían el lomo, bebió la leche que la mujer le trajo en el platito.

Triunfo Arciniegas
Noticias de la niebla
Ediciones Gato Negro

Pequeños cuerpos

Carlos Lerín

PEQUEÑOS CUERPOS

Los niños entraron a la casa y destrozaron las jaulas. La mujer encontró los cuerpos muertos y enloqueció. Los pájaros no regresaron.

Triunfo Arciniegas
Noticias de la niebla


Hoja de vida


Triunfo Arciniegas

Escritor colombiano, nacido en Málaga. Magíster en Literatura (Pontificia Universidad Javeriana) y Especialista en Traducción (Universidad de Pamplona). Antes maestro de herrería, zapatero, portero de discoteca, expendedor de una estación de gasolina, librero de fin de semana, maestro de escuela y profesor universitario, ahora se dedica a la escritura, la fotografía, la pintura y otras delicias. Ha publicado El jardín del unicornio y otros lugares para hombres solos (2002), Noticias de la niebla (2003), Mujeres muertas de amor (2008), Cuerpo de amor herido (2010) y Mujeres (2011). Su obra para niños incluye los siguientes títulos: La silla que perdió un pata y otras historias (1988), El león que escribía cartas de amor (1989), La media perdida (1989), La lagartija y el sol (1989), Las batallas de Rosalino (1989), Los casibandidos que casi roban el sol (1991), Caperucita roja y otras historias perversas (1991), La muchacha de Transilvania y otras historias de amor (1993), La pluma más bonita (1994), Serafín es un diablo (1998), El Superburro y otros héroes (1999), El vampiro y otras visitas (2000), La sirena de agua dulce (2001), Los besos de María (2001), Pecas (2002), Mamá no es una gallina (2002), La gota de agua (2003), La verdadera historia del gato con botas (2003), Tres tristes tigres (2004), Carmela toda la vida (2004), La caja de las lágrimas (2004), Roberto está loco (2005), Los olvidos de Alejandra (2005), El árbol triste (2005), La hija del vampiro (2006) Yo, Claudia (2006) Señoras y señores (2007), Bocaflor (2008), María Pepitas (2008), El papá de los tres cerditos (2009), El último viaje de Lupita López (2011), Las barbas del árbol (2011). Como dramaturgo, ha publicado: La vaca de Octavio (1997), La araña sube al monte (1997), El pirata de la pata de palo (1997), Lucy es pecosa (1997), Mambrú se fue a la guerra (1998), Después de la lluvia (1998), Torcuato es un león viejo (2000), Amores eternos (2003), La ventana y la bruja (2003), El amor y otras materias (2004), La casa de chocolate (2009).

Obtuvo el VII Premio Enka de Literatura Infantil en 1989, el Premio Comfamiliar del Atlántico en 1991, el Premio Nacional de Literatura de Colcultura en 1993, el Premio Nacional de Dramaturgia para la Niñez en 1998, el Premio de Literatura Infantil Parker en 2003 y el Premio Nacional de Cuento Jorge Gaitán Durán 2007.

Su obra hace parte de las antologías Colombia à chœr ouvert (París, 1991), Und träumten vom Leben: Erzählungen aus Kolumbien  (Zürich, 2001),  Hören wie die Hennen Krähen (Zürich, 2003), Cuentos de esto y de aquello (San José, Costa Rica, 1993), Antología de los mejores relatos infantiles (Bogotá, Presidencia de la República, 1977), Cuentos breves latinoamericanos (Buenos Aires, Coedición Latinoamericana, 1998), Poesía de América Latina para niños (Sâo Paulo, Coedición Latinoamericana, 2000), Cuentos sin cuenta/Relatos de Escritores de la Generación del 50 (Cali, Universidad del Valle, 2003), Cuentos breves de América y España (Buenos Aires, 2004), Historias para girar (México, SM, 2004), Historias para habitar (México, SM, 2004), Cuentos y relatos de la literatura colombiana (Bogotá, Fondo de Cultura Económica, 2005), Antología del microrrelato hispánico (España, Menoscuarto, 2005) y Transmutaciones: Literatura actual colombiana (España, Editorial Regional de Extremadura, 2009).