lunes, 31 de enero de 2011

Triunfo Arciniegas / Lejanía


Francis Bacon, Tres estudios para un autorretrato, 1973

Triunfo Arciniegas
DISTANCE 

Translated from Spanish by Steve Dolph

In a molding room
The old man
Lays out the deck
And through the smoke
Points to your figure
Next to a man
Who is not me

 
Triunfo Arciniegas
LEJANÍA
En un cuarto apestoso
El viejo esparce la baraja
Y a través del humo
Me señala tu imagen
Junto a un hombre
Que no soy yo

 
Steve Dolph edits Calque. He is currently translating a short story collection by Arciniegas, The Unicorn Garden and Other Places for Lonely Men.

http://calquezine.blogspot.com/2007/09/triunfo-arciniegas-distance.html



domingo, 30 de enero de 2011

Cuatro relatos / Triunfo Arciniegas en alemán

Triunfo Arciniegas
CUATRO RELATOS
Traducción de Peter Schultze-Kraft
Und träumten vom Leben: Erzählungen aus Kolumbien


LA MUJER DEL COMECLAVOS

La mujer del comeclavos no se lamenta del oficio de su marido, al fin y al cabo de algo tienen que vivir, sino de su insistencia en penetrar cada noche sus heridas. Durante el amor, los clavos tragados asoman por toda la piel del hombre y se acomodan en los orificios antiguos y recientes del cuerpo de la mujer, que debe recibirlos entre gemidos, y entregárselos temprano, con un beso, cuando el hombre sale al trabajo.

DIE FRAU DES EISENSCHLUKERS

Die Frau des Eisenschluckers beklagt sich nicht über den Beruf ihres Mannes, von etwas müssen sie schliesslich leben, sondern darüber, dass er es nicht lassen kann, jede Nacht ihre Wunden auf-zukratzen. Wáhrend der Liebe kommen die geschluckten Nágel überall aus der Haut des Mannes heraus und bohren sich in die alten und jüngsten Ritzen im Kbrper der Frau, die sie unter Stohnen empfangen und ihm am Morgen, wenn er zur Arbeit geht, mit einem Kuss zurückgeben muss.

La Negra, 2011
Ilustración de Triunfo Arciniegas sobre foto ajena

EN TINTA VERDE

El hombre terminó de escribir la tarjeta y sonrió ante la belleza y la precisión de las frases. Imaginó que la mujer sería muy feliz leyéndola. Saldría del baño con la toalla en la cabeza, descalza, sonaría el timbre y sin prisa se colgaría la bata para abrir la puerta: nunca tiene prisa, es bella. Sin duda reconocería a primera vista los garabatos y la tinta verde, pero postergaría la lectura con el propósito del goce perfecto. O no, se quitaría la bata y así, desnuda como es ella, bebiéndose el café, leería la tarjeta una y otra vez, se reiría, sería muy feliz. Entonces, sin perder la sonrisa, el hombre destrozó la tarjeta y acercó un fósforo a uno de los pedacitos, que se encendió como el rostro de una muchacha avergonzada, para terminar encendiendo el pedacito contiguo, y todos se hicieron ceniza. Vio con toda precisión a la mujer metiéndose en la bata, triste, llorando la tarjeta sin leer, el timbre sin sonar, el café sin tomar.

MIT GRÜNER TINTE

Der Mann schrieb die Postkarte zu Ende und láchelte. Die Sátze waren schón und treffend. Er stellte sich vor, wie glücklich die Frau beim Lesen sein werde. Sie würde barfuss aus dem Bad kornmen, ein Handtuch um den Kopf geschlungen, es würde klingeln, und sie würde ohne Eile ihren Morgenmantel umhá’ngen und zur Ture gehn: niemals hat sie es eilig, sie ist schíin. Zweifellos würde sie auf den ersten Blick die Handschrift und die gruñe Tinte erkennen, mit dem Lesen aber noch warten, um sich einen vollkommenen Ge-nuss aufzusparen. Oder nein, sie würde den Morgenrock wieder ausziehen und würde so, nackt wie sie war, einen Kaffee in der Hand, die Karte ein um das andere Mal lesen, würde lachen und sehr glücklich sein. Dann zerriss der Mann die Karte, ohne sein Lácheln abzulegen, und hielt ein brennendes Streichholz an einen der Schnipsel, bis er aufflammte wie das Gesicht eines verschám-ten Madchens und den ná’chsten in Brand setzte, alie wurden zu Asche. Vor sich sah er die Frau, wie sie traurig den Morgenmantel überwarf, weinend über die nicht gelesene Karte, die nicht klin-gelnde Klingel, den nicht getrunkenen Kaffee.



POÉTICA

Los hombres, en cuatro patas, ladraban a la luna mientras los perros le escribían poemas. Sobra agregar que ni los perros entendían los ladridos ni los hombres los poemas. Batían la cola ante el papel que el amo les sacudía como un trozo de carne, corrían alrededor y acezaban, ladraban. Amarrados a un árbol, veían en la ventana el perfil inclinado del perro que escribía.

DICHTKUNST

Die Menschen, auf vier Beinen, beilten den Mond an, wáhrend die Hunde Gedichte auf ihn schrieben. Man muss nicht hinzufügen, dass die Hunde das Bellen nicht verstanden und die Menschen nicht die Gedichte. Sie wedelten mit dem Schwanz vor dem Papier, das ihr Herr wie ein Stück Fleisch vor ihnen hin und her schwenk-te, rannten hierhin und dahin und keuchten, bellten. An einen Baum gebunden saben sie im Fenster das abgewinkelte Profil des Hundes beim Schreiben.


Vaca derribada
La Lejía, 6 de marzo de 2004
Fotografía de Triunfo Arciniegas

LA VACA SUBVERSIVA

El avión presidencial, con todo el gabinete ministerial en su barriga, se estrelló contra una vaca de colores. Nadie se explica qué hacía la vaca a tales alturas.

DIE SUBVERSIVE KUH

Das Flugzeug des Prásidenten, mit dem ganzen Kabinett an Bord, zerschellte an einer gescheckten Kuh. Niemand kann sich cridaren, was die Kuh in dieser Hóhe zu suchen hatte.



Peter Schultze-Kraft
Und träumten vom Leben: Erzählungen aus Kolumbien
Zúrich, 2001



sábado, 29 de enero de 2011

Triunfo Arciniegas / Exploradores

Gabriel Orozco, Blak kites, 1997

Triunfo Arciniegas
EXPLORADORES

No les va mal pero jamás regresan. La tribu los recibe con todos los honores.

Triunfo Arciniegas
Noticias de la niebla

viernes, 28 de enero de 2011

Vida salvaje

Los zapatos de Alejandra
Fotografía de Triunfo Arciniegas

Triunfo Arcinegas
VIDA SALVAJE

La niña atrapó al insecto de un zarpazo y lo devoró en un santiamén.


Triunfo Arciniegas
Noticias de la niebla
Ediciones Gato Negro





jueves, 27 de enero de 2011

Sirena


Fotografía de Zena Holloway
 Triunfo Arciniegas
SIRENA


  1

Por Facebook me pide fotos desnuda, y sólo he podido enviarle algunas de la cintura para arriba.

  2

Le fascinan las fotos de mis pechos. ¿Qué dirá del resto de mi cuerpo?

 3

Me duele que, cuando le enseño mis encantos a través de la cámara del Messenger, se le escurra la baba imaginando la belleza de mis piernas.

Triunfo Arciniegas
Noticias de la niebla
Ediciones Gato Negro

miércoles, 26 de enero de 2011

El país de las bellas durmientes

Manuel Álvarez Bravo_La buena fama durmiendo
Triunfo Arciniegas
EL PAÍS

DE LAS BELLAS DURMIENTES

Salí a recorrer el mundo porque mi novia quería un unicornio. Leía libros raros y se le había metido la idea entre oreja y oreja. Por culpa de un libro la conocí, en el Parque de las Gardenias, a la sombra de un matarratón, en Málaga. La curiosidad me llevó a preguntarle qué leía. Ya no recuerdo el título ni el autor. Todavía no era mi novia cuando empezó a contarme la trama, con tantos detalles que nos sorprendió la lluvia y la invité a un café en La Gata Parda. Mientras hablaba se hizo de noche. Pasó la lluvia después de seis tazas de café y tres visitas al baño, dos suyas y una mía. Rosario se quedó mirándome a los ojos y dijo: “Te conozco de alguna parte”. Quiso que la acompañara a su casa. Por el camino me acordé de la billetera y la dejé hablando sola en una esquina. Encontré la billetera en la mesa de la cafetería y volví corriendo. Supuse que no me había demorado porque Rosario seguía en la esquina hablando del mismo libro. Debí huir pero el hilo de las palabras me arrastró hasta su casa. Me presentó a la madre, una anciana medio sorda, comimos y vimos la telenovela de las nueve, y Rosario, que casi era mi novia, todavía hablaba del libro. Me pareció que estaba bien que leyera pero no tenía necesidad de memorizarse todas las páginas. No pude concentrarme en el noticiero ni muchos menos en el programa de concursos. La película de medianoche comenzó y se acabó y Rosario todavía hablaba. Al parecer, le quedaba saliva para mucho tiempo.
     Un día cambió de tema y me contó que leía sobre unicornios. Se le metió la idea bien adentro. Me pidió que le consiguiera un unicornio como prueba de amor y me dio un beso. Ya era mi novia entonces.
     –Arciniegas, aquí no vuelvas sin el unicornio –precisó.
     No sabía por dónde empezar. Nadie daba razón de los unicornios. De cada país le escribía a Rosario y ella respondía: "Querido mío, sigue buscando". Buscaba cada vez más lejos y me confundía con tantos países. Al despertar, abría la ventana y preguntaba al primero que veía en qué país estábamos. Me miraban como si estuviera loco.
     –¿Han visto un unicornio por aquí?
     –No en estos días –decían sin detenerse.
    Seguí buscando porque amaba a Rosario y necesitaba demostrarle que era capaz de cualquier cosa, hasta de encontrar un unicornio.
     Pasaron tres años y más de treinta países.
    "Querido mío, ya casi no me acuerdo de ti, pero sigue buscando", me escribía mi lejana novia.
    A los siete años me di por vencido. "El unicornio no existe", le escribí a mi novia. "Tú tampoco existes", me respondió. "Voy a casarme."
    Le di la razón: la había abandonado. Alguien me envió el recorte del periódico. Se veía bonita mi novia, toda vestida de blanco, bonita y feliz, gordita, y me alegré de que ya no estuviera sola.
   Ya no buscaba al unicornio. Caminaba por caminar. Conocía países por conocerlos. Consideré que podía desempeñarme muy bien como profesor de geografía, pero el impulso me impidió establecerme. En el mapa, sobre cada país conocido, marcaba con lápiz una x. Me atraían las ciudades a la orilla del mar. Aprendí a construir unicornios de arena y me llovieron las monedas.
    Así llegué al país de las bellas durmientes. Se decía que en cada casa maduraba una bella durmiente. Dormían toda la vida y el sueño las volvía hermosas, hasta que alguien las despertaba con un beso. Entonces se dedicaban a cocinar entre bostezos, criaban dos o tres niños y se volvían feas.
    A la entrada del país un guardia me preguntó cuánto tiempo pensaba quedarme:
    –No lo sé, dos o tres meses.
    –Me parece bien. ¿Negocios o placer?
   –Placer –dije, y agregué una mentira–: Estoy buscando un unicornio.
    –Me parece bien –dijo el guardia, y se quedó dormido.
    Retiré el pasaporte de su escritorio y entré al país con el pie derecho, algo cansado de viajar. Casi no encuentro hospedaje: todos dormían. Todos los hoteles repletos. Todos los escaños de todos los parques, todas las sillas de todos los teatros, todas las sombras de los árboles. No se oían ni los pájaros. Dormían, tibios, en sus amorosos nidos. Los escasos transeúntes se movían en puntillas para no despertar a los vecinos. En las calles del centro había camas sencillas para durmientes de paso, "dormideros", pero rara vez se encontraba una libre.
    Tres días después, muerto de sueño, encontré un cuarto en El Sueño Feliz.
    –Eres afortunado –dijo la dueña, una gorda sonrosada, de cabellos rubios y ojos azules–. Esta mañana quedó libre el 303. El señor Facundo dejó de dormir.
    Viendo mi asombro, la señora explicó:
    –Murió.
    El cuarto del difunto me pareció bien para dos o tres meses, mientras conocía el país. Usaría los objetos y la ropa del difunto, todo de mi talla y gusto, por suerte. Dormí con dedicación, sin quitarme la ropa ni los zapatos. Al despertar, llamé al restaurante del hotel y pedí un café. No había café. Y agregaron, como si se tratara de una droga prohibida:
    –Nos quita el sueño.
    Encendí la televisión. Sólo películas espantosas que daban ganas de dormir, concursos aburridos donde todos los participantes bostezaban, propagandas lentas y tediosas. Apagué antes de quedarme dormido. Quería conocer el país en vez de dormir.
    Salí a caminar y, aunque ya no lo buscaba, pregunté por el unicornio. No se me ocurrió otra cosa.
    –Vete a dormir –me dijeron en todas partes.
    Nadie me dio razón del unicornio en aquel país donde todo parecía diseñado para el sueño. Almacenes de colchones y almohadas, sábanas y cobijas, en todas las calles. Hasta el sol lo volvía a uno soñoliento, hasta las iglesias, grandes y cómodas, hasta los movimientos de la gente, lentos y suaves, hasta su manera de hablar.
    En el país de las bellas durmientes no se decía adiós sino Dios quiera que duermas bien. Dime con quién duermes y te diré quién eres encabezaba la lista de los libros más vendidos, muy breve por cierto. Los libros gordos no se vendían por motivos de sueño. En los jardines públicos cultivaban bellasdurmientes, unas plantas muy pequeñas que, al más leve contacto, cerraban sus hojas como abanicos. Los piquetes de los mosquitos provocaban sueño. El insomnio se curaba introduciendo al enfermo en cámaras repletas de esta clase de insectos. En el mercado se podía comprar aceite de mosquito para adormecer el dolor. Entre más se dormía más reputación se conseguía. Los desvelados eran la peor clase social.
     Bellas mujeres recorrían las calles con los ojos cerrados. Nadie se atrevía a tocarlas. Ni siquiera el viento las despeinaba.
    Pregunté por la más famosa de las bellas durmientes y me señalaron el palacio real.
    –No podrás verla –dijeron–. La princesa Isabel está durmiendo.
    –Debes esperar hasta el domingo y sólo podrás verla si te ganas la rifa –dijeron.
    –Si la ves, podrás contárselo a tus nietos –dijeron.
    –Habrá algo interesante que decir de ti –dijeron.
   La playa era un solo ronquido. Encontré un rinconcito para amontonar la arena y ensayé un unicornio dormido. Las monedas llovieron.
    El domingo fui al palacio. Pagué la entrada y me dieron un número. Hice la fila, esperé tres horas y se me durmieron las piernas. Pasamos a un inmenso salón rojo. "Ya saben las reglas", dijo un hombre vestido de negro, micrófono en mano. Pregunté por las reglas a mi vecino de asiento y se durmió antes de terminar de explicármelas. El hombre de negro hizo algunos trucos: extrajo un conejo del sombrero, un pañuelo kilométrico de su boca, huevos de los bolsillos de un colaborador espontáneo. Aleteó, levitó, se arrancó las orejas. Luego, antes de que nos durmiéramos todos, apareció una canasta. La giraron, revolvieron los papeles en su interior y sacaron uno.
    –3034 –dijo el hombre de negro.
   Nadie apareció. Seguro que el afortunado dormía. Giraron, revolvieron y sacaron otro papel.
    –4357 –dijo otra vez el hombre de negro.
    Nada. Otro dormido. Otra vez a girar, revolver y sacar.
    –3333 –dijo el hombre de negro.
   Era mi número. Seguro que hubieran seguido sacando números toda la tarde, hasta encontrar el mío, porque era uno de los pocos despiertos. Salté al escenario. Dos o tres pelagatos aplaudieron.
    –¿Quieres ver a la bella durmiente? –dijo el hombre de negro.
    Tuve ganas de responderle que prefería a la Mujer Araña, pero me contuve. El buen humor no era para soñolientos.
    –Sí –dije con toda educación y fingí la sorpresa–. Quiero verla.
    –Te está esperando –dijo el hombre de negro.
    Me condujeron por un corredor limpio, muy iluminado, hasta un cuarto inmenso. En el centro del cuarto había un bosque, y en el centro del bosque, una cama. La princesa Isabel acababa de desayunar y aún estaba despierta.
   Me preguntó el nombre pero sólo retuvo el apellido. Quiso saber sobre el origen de mi familia.
   –De Monteadentro, majestad –dije.
   –¿Dónde queda eso?
   –Muy lejos, majestad.
   Conversamos de cosas sin importancia mientras le lavaban el rostro con agua de rosas y le cepillaban los cabellos.
   Todavía conversábamos cuando apareció el rey, bostezando, en piyama y con la corona puesta. La princesa nos presentó y aproveché para preguntarle con todo respeto si le quedaba un instante para gobernar, pues en su altísima posición de rey debería dormir todo el tiempo.
   –Es muy fácil, Arciniegas –explicó el rey, y bostezó–. Dormimos tanto que gastamos menos ropa, menos comida, menos de todo, y tenemos muchos menos problemas. Así es muy fácil gobernar. Nuestra reunión mensual de ministros es como en todos los países: la mitad viene al palacio y se duerme, y la otra mitad se queda en casa. Somos una familia feliz. Todo lo que una familia necesita es un buen colchón. ¿Usted duerme bien?
    –Demasiado.
   –Felicitaciones, Arciniegas –dijo el rey–. Pero usted no es de los nuestros.
    Le dije de dónde venía y se asombró. Nunca había oído de mi país. Era tan pequeño e insignificante.
    –¿Qué busca entre nosotros? La policía no me ha dicho nada.
   Por bruto, no le dije que soñaba conocer a la princesa Isabel sino que estaba buscando al unicornio.
    –Se vería lindo en mi jardín –suspiró la princesa.
   –Muy bien –dijo el rey, retirándose–. Avísame cuando lo encuentres.
    Creo que lo dijo por cortesía. Me pidió que la besara. Disimulé el temblor con una frase cualquiera. Me acerqué a besarla en la frente, por cortesía, y se durmió.
    Luego me explicaron que hubiera podido besarla donde quisiera, pero era tarde. No volví al palacio porque nadie se había ganado dos veces la rifa.
   –A uno que quiso dárselas de vivo, le cortaron la cabeza –dijeron.
   Entonces seguí buscando. No tenía más nada que hacer. El destino de profesor de geografía me pareció deprimente y, por otra parte, el camino de regreso a Málaga se me borró como por arte de magia. Aún sigo buscando al unicornio. La princesa Isabel, que ahora es la reina, la mujer de uno que se atrevió a besarla en la boca, con muchos hijos y algunos nietos, de vez en cuando me envía una postal, como respuesta a una de mis largas y minuciosas cartas, una por país. "Querido mío", me escribe, "sigue buscando".


Triunfo Arciniegas
Caperucita Roja y otras historias perversas

martes, 25 de enero de 2011

Una muchacha de cabellos verdes


Triunfo Arciniegas
UNA MUCHACHA DE CABELLOS VERDES

Llamaba la atención y no parecía importarle. Como si hubiese nacido con esos cabellos verdes, cortos y lacios, de frágil paje, y no le importara la opinión ajena. No tenía la culpa: nosotros éramos distintos, los raros. Sólo después supe su nombre, Juliana Monterrey, y su procedencia, Santafé de Bogotá. Acababa de llegar donde los Ávila.
    -Árbol altivo –dijo el gordo Medina, el poeta, pero no entendí la frase sin consultar el diccionario.
    Era bellísima.
    Más alta que yo y sin duda mayor.
    -Se quedó mirándote –dijo el gordo Medina-. ¿La conoces?
    La volví a ver en el velorio de la tía Celina. Yo estaba repartiendo chocolate y galletas a todo el que llegaba cuando entró con los primos. Casi derramo las tazas en las piernas de don Augusto Montes, que en ese momento hablaba de la cría de cerdos con María Peralta. Volví a la cocina muerto de la pena y todavía estaría allí si mamá no me hubiese obligado a salir.

     La gente rezaba un rato en la sala, donde estaba la difunta, y se quedaba casi toda la noche en el patio, bajo el manto de las estrellas. No venían a despedir a la tía Celina sino a beber y conversar. Que Dios me perdone estos pensamientos. Mi tía no tuvo amigos. Nunca le conocimos un novio. La reunión parecía una pequeña y discreta fiesta. Algunos reían. Se dice que no hay mejor chiste que un chiste de velorio y es verdad. Presidente batía la cola.
     Les ofrecí chocolate a Juliana y sus acompañantes. Me quedé por ahí hasta que me llamó para devolverme la taza.
     -Eres José Antonio Cáceres.
     Dije que sí.
     Ella prefirió asegurarse:
     -¿El hermano de Michael?
     No dije nada.
     -Qué barbaridad, cómo se parecen.
     Nos parecíamos, pero Miguel era campeón de billar, más alto, atrevido y mujeriego.
     -Avísame cuando llegue.
    Fui a la cocina con unas urgentes ganas de llorar.
    Presidente me lamió la cara.
    -Querías mucho a la tía Celina –dijo mamá.
    -Era mi adoración –dije, y lloré con ganas.
    Mamá repartió aguardiente toda la noche. Ordenó que prepararan más chocolate. Hice de tripas corazón y repartí tazas hasta que me dolieron las piernas. Miguel llegó después de medianoche y nos dio una mano. Juliana ya se había marchado con los primos.
    -Esa muchacha te va a arrastrar por la calle de la amargura –dijo el gordo Medina.
    Volví a verla en el cementerio. La vi despedirse de Miguel con besito en la mejilla. No me reconoció.
    No la vi en tres días.
    Miguel no la mencionó una sola vez.
    La vi en bicicleta, desde el otro lado de la calle, y envidié el viento que jugueteaba con la hierba de sus cabellos. Presidente ladró y Juliana nos hizo adiós con la mano.
    Escribí más de quinientas veces su altivo nombre en un cuaderno: Juliana Monterrey. Imaginé que era el Secretario Mayor de su reino, su hombre de confianza, el consejero.
    Nos cruzamos en el parque. Apareció de pronto, de la nada, y me entregó una carta.
    -Para Michael –precisó.
    Quise volverla pedacitos. Luego me vi confesándole la verdad. “Eres un canalla”, imaginé que me decía. Le entregué la carta a Miguel y luego consulté en el diccionario el significado de canalla.
    -Ah, las mujeres –dijo Miguel-. A veces son tan locas.
    Le pregunté por Juliana dos o tres días después.
    -Me espera esta noche en el cementerio.
    -¿Vas a ir?
    -Qué remedio -dijo Miguel-. Es luna llena.
    Me recordó que debía tapar el sábado. Como el portero titular de Los Grillos se había lesionado la rodilla, no tenían otro remedio que acudir a mí. No era bueno para patear una pelota, debía conformarme con atajar los goles.
    En el estadio, prefería atrapar avispas al vuelo. Las atontaba de un golpe, les arrancaba el aguijón protegiéndome con un pañuelo y les ataba un hilo para hacerlas volar como cometas a mi alrededor.
    No lo hice muy bien el sábado: Los Pericos me marcaron tres goles. Juliana gritó como una loca: “Michael, Michael”. Perdimos, por supuesto. Juliana le arrojó besos a mi adorado hermano todo el tiempo. Marcador final: tres, dos. Miguel, de todos modos, salió victorioso: hizo los dos goles nuestros y Juliana se derritió en sus brazos. Lo miramos con furia asesina. Era el único de Los Grillos que festejaba y recibía semejante tanda de besos. Nos invitó a beber limonada. Preferí volver a casa.
    A Miguel sólo podía vencerlo en el campo de ajedrez, aunque inventaba miles de excusas para suspender la partida cuando se veía perdido. No creo que Juliana tuviese la paciencia de sentarse a vernos pensar. Además, el famoso Michael y yo sólo jugábamos en casa y no en un estadio, en medio de gritos y besos.
    Encontré a mamá alistando la maleta. Me pidió que la acompañara a Sacramento porque necesitaba vender la vieja casa de la tía Celina. Dejamos solo a Miguel por casi una interminable semana. No le pregunté por Juliana al regresar, pero encontré cabellos verdes en su almohada. Tuve ganas de comerme las hojas donde había escrito su nombre. Soñé que era un caballo con cuello de jirafa y me comía con ansia las hojas de los árboles. Lloré hasta dormido. La almohada amaneció mojada.
    -Ah, las mujeres –dijo Miguel-. A veces son tan aburridas.
    Esa noche lo vi con Cristina Iglesias, una vulgar pelinegra que se reía por todo. También vi a Juliana. Parecía feliz con otro amigo. “Tu hermano es una porquería”, dijo al pasar a mi lado. Dos días después me sorprendió con otra carta y los ojos llorosos de reina destronada. Inclinó la cabeza para sonarse, exponiendo las raíces oscuras de sus cabellos. No me importó. Quise decirle que sería su rey, su cómplice, su súbdito, lo que fuera, en la dicha y en la desdicha, en la enfermedad y la pobreza, con tal de disfrutar de su presencia, pero no me atreví. La amaba y el dolor de amarla era insoportable.
    Algo leyó en mis ojos porque dijo:
    -Eres mejor que él.
    Le llevé la carta a Miguel, pero se negó a recibirla.
    -¿Qué hago entonces?
    -Lo que tú quieras, hermanito. La dejas por ahí o la devuelves.
    Decidí devolverla.
    -Acaba de irse –me dijeron los Ávila.
    Corrí a la estación.
    Juliana abordaba el bus con su equipaje a la espalda, cuando la alcancé.
    Su rostro se encendió al verme.
    -¿Qué dijo?
    El rostro se apagó cuando le entregué la carta sin abrir.
    -Ven a verme -dijo.
    Abordó el bus sin precisar el lugar y la fecha.
    No era más que una frase de cortesía.
    Volví a casa, observando que el mundo era verde, ancho y ajeno: la hierba, las montañas, los terrenos baldíos, los ojos de la niña rubia que comía un helado frente al Teatro Andrómeda. Entré a casa, atravesado por una flecha verde, le pedí a mamá unas monedas y corrí hasta el teatro. La niña aún no terminaba su helado.
    -¿Eres José Antonio?



Bogotá, 2003


lunes, 24 de enero de 2011

El niño que tragaba oscuridades


Fotografía de Virgie Pyrate

Triunfo Arciniegas
EL NIÑO QUE TRAGABA OSCURIDADES

Había una vez un niño que se tragaba la oscuridad. Por dentro sólo tenía la noche. Nunca le dolía el estómago sino la noche.    
      Por donde iba, apenas abría la boca, la oscuridad se derramaba a sus tripas y aparecía el día. Si leía un libro, las letras buscaban su boca, y las páginas quedaban blancas, como para otra historia. Por precaución, se mantenía alejado de las bibliotecas y las librerías. Tampoco entraba a las salas de cine porque desvanecía la película.
      Así como devoraba la noche, también podía vomitarla. Por épocas se intoxicaba de tanta noche y entonces vomitaba. Le salía la noche hasta por las orejas. No necesitaba tinta porque podía escribir con sus propios dedos.
      Por suerte los vómitos no eran frecuentes. Tragaba más que vomitaba. Ciertos molinos internos revolcaban y digerían la oscuridad. La licuaban, la adelgazaban, la reducían, abrían espacio para más oscuridad.
      Este niño era mejor que cualquier lámpara: no había oscuridad que se le resistiese. A su lado, la gente parecía librarse de sus temores más oscuros. Bailaban libres y ligeros. Lo invitaban a las fiestas para no prender las luces, y él permanecía mudo y casi feliz. Todo el mundo parrandeaba hasta que se quedaba dormido para soñar con las nubes. Desmigajaba el blanco algodón de las nubes para blanquear su estómago. Qué glotón era en los sueños. Nadie sabía su secreto. Tan pronto cerraba los ojos, la oscuridad caía de golpe sobre el mundo.
      En una de esas fiestas conoció a una niña blanca muy blanca que estremeció su corazón. Le confesó su amor de luz y la niña blanca muy blanca se asustó. Con el trigal de sus cabellos hizo una cola de caballo y viajó a tierras lejanas.
      El niño asistió a todas las fiestas y trató de mantenerse despierto el mayor tiempo posible porque ya no quería soñar. La gente no paraba de bailar a su alrededor y él parecía feliz mientras trataba de borrar el pozo de luz que la niña blanca muy blanca había dejado en su estómago, entre las nubes de los sueños. Los ojos, de todas maneras, se le cerraban.
      Le dijeron que la niña blanca muy blanca se había enamorado de un tragafuegos en un parque de París, y la noticia apagó por fin el pozo de luz.
      El niño cerró los ojos y sonrió.
      No volvió a despertar.
     A su alrededor todo fue oscuro para siempre.

Ilustración de Tim Burton
Triunfo Arciniegas
EL SUPERBURRO Y OTROS HÉROES


miércoles, 19 de enero de 2011

Maldita


MALDITA


Es tanto el descaro que cuando me llamó, casi a medianoche, dijo que todavía se demoraba y que debía colgar porque no tenía más monedas. Le pedí que viniera a casa de inmediato, que no me creyera tan imbécil, y entonces se cortó la llamada. Maldije. Maldije hasta su nombre bendito. Subí el volumen del televisor, aplasté el puño contra la almohada, me revolqué en la cama. Se supone que debo comprenderla, que ya pasé de los cincuenta y ella todavía no llega a los veinte. La vida rebosa en sus huesos, que buscan el bullicio, mientras los míos requieren el silencio y algo de tibieza. Cuando volvió a llamar, a los dos o tres minutos, dijo que ya salía, que nos veríamos en un cuarto de hora frente a Donut´s Factory. Aparte de que se pierde por casi cinco horas con el cuento de hacer un trabajo de biología y me llama desde un sitio donde se oye la música a todo taco, la encuentro borracha y con una chaqueta nueva. La rechacé, por supuesto, no quise que me tocara, no acepté sus disculpas ni el cuento de que sólo había tomado dos cervezas y no estaba haciendo nada malo. Conduje de prisa, sin precauciones, como espantado por los perros de la desgracia, dispuesto a dormir a la orilla de la cama o de la muerte. Dispuesto, lleno de rabia y, al mismo tiempo, deseoso de sus súplicas. Le dije que si me quería debía respetarme, que no me gustaban las putas ni las borrachas. “No soy una puta ni una borracha”, dijo, y aclaró que la chaqueta era de una amiga. En todo caso, no quiero que aparezca como el año pasado, preñada de otro, para que yo corra con los gastos. Maldita sea.


Triunfo Arciniegas
Noticias de la niebla



martes, 18 de enero de 2011

Triunfo Arciniegas / En tinta verde


EN TINTA VERDE

El hombre terminó de escribir la tarjeta y sonrió ante la belleza y la precisión de las frases. Imaginó que la mujer sería muy feliz leyéndola. Saldría del baño con la toalla en la cabeza, descalza, sonaría el timbre y sin prisa se colgaría la bata para abrir la puerta: nunca tiene prisa, es bella. Sin duda reconocería a primera vista los garabatos y la tinta verde, pero postergaría la lectura con el propósito del goce perfecto. O no, se quitaría la bata y así, desnuda como es ella, bebiéndose el café, leería la tarjeta una y otra vez, se reiría, sería muy feliz. Entonces, sin perder la sonrisa, el hombre destrozó la tarjeta y acercó un fósforo a uno de los pedacitos, que se encendió como el rostro de una muchacha avergonzada, para terminar consumiendo el pedacito contiguo, y todos se hicieron ceniza. Vio con toda precisión a la mujer metiéndose en la bata, triste, llorando la tarjeta sin leer, el timbre sin sonar, el café sin tomar.

Triunfo Arciniegas
Noticias de la niebla




lunes, 17 de enero de 2011

Pequeños cuerpos




Triunfo Arciniegas
PEQUEÑOS CUERPOS


Los niños entraron a la casa y destrozaron las jaulas. La mujer encontró los cuerpos muertos y enloqueció. Los pájaros no regresaron.



Triunfo Arciniegas
Noticias de la niebla
Ediciones Gato Negro


domingo, 16 de enero de 2011

Triunfo Arciniegas / Autorretrato


Triunfo Arciniegas
DEBO PRECISAR

Debo precisar que mi niñez, estación eterna y pozo inagotable, es y seguirá siendo Málaga. Ya era un lector entonces, ya era un solitario y atrapaba pájaros con cauchera y sombrero. Mi niñez terminó precisamente cuando papá decidió que nos fuéramos a vivir a Pamplona. Dejé en Málaga el primer gran amor de mi vida, mi abuela Emperatriz, que vivía de lavar ropa ajena. Mantuvimos una relación afectuosa, poética y comercial. Durante la semana memorizaba coplas. Se las declamaba el domingo y ella me enviaba a entregar un traje recién lavado y planchado y con el peso que recibía del dueño entraba a cine. Poesía con poesía se paga. Pero entonces mi papá, con ese corazón de gitano, decidió una vez más que nos íbamos de Málaga. Ya habíamos vivido en Sogamoso, Belencito y Ragonvalia. Me fui a Pamplona por un sendero de lágrimas y comencé a escribirle a mi abuela largas cartas, con ilustraciones, y sin respuesta, por supuesto. Una tía se encargaba de la lectura. Cuando se me agotaba el tema, inventaba. De ahí vengo, de las cartas a mi abuela. Pamplona era entonces una ciudad más fría que ahora y el viento nos mordía las orejas. No había árboles. Para colmo, llegamos a vivir en la parte alta, detrás del cementerio. Una vez vi enterrar a un pobre sin cajón, en la tierra cruda. Como había llovido, al caer en el hueco, el cuerpo salpicó a los presentes. En esa atmósfera desolada, ante las montañas peladas y sin un solo amigo, me refugié en la lectura de los libros y pronto empecé a escribirlos. En los primeros años todavía atrapaba golondrinas.


“Todo lo que soy se lo debo a los libros”, le oí decir a Ana María Machado en Cartagena. Vengo de los libros, pero no de una familia de intelectuales. Mis abuelos no conocieron la escritura, mis padres no terminaron la educación primaria y fui el primero de la familia que asistió a la universidad. La timidez mi hizo solitario y la soledad me hizo escritor. La vida exige una pasión, según Borges, y la mía son los libros.

Leí, en la Biblioteca Municipal, El tesoro de la juventud, una enciclopedia que nunca he vuelto a ver, y los libros que la bibliotecaria seleccionaba para mí. Leí Robinson Crosoe, de Daniel Defoe, y durante años temí despertar en una isla desierta. Había un mueble en un rincón, con vidrio y chapa, que la bibliotecaria abría con una pequeña llave de oro que colgaba de su cuello, para los usuarios especiales, ciertos caballeros que provocaban mi envidia. Años después, en una visita a Málaga me acerqué al famoso mueble y vi un libro que me interesaba. Se lo solicité a la bibliotecaria, la misma viejecita de todos los años, y sólo cuando me senté a leerlo me di cuenta que estaba cumpliendo uno de los sueños de mi vida.




lunes, 10 de enero de 2011

El caballo


Fantasma
La Lejía, 2006
Foto de Triunfo Arciniegas

EL CABALLO


Soñó que era un caballo y comía azúcar en la mano de una mujer desnuda. Trotaba, liviano y feliz, y no podía detenerse. El viento lo empujaba. Ya casi no tocaba la pradera. Principiaba a elevarse. Ahora no era un caballo sino una cometa. Una cometa sin hilo que el viento arrastraba al territorio de las nubes. Ahora no era una cometa sino una nube, repleta, negra, que se desgranaba en lluvia hacia la tierra sedienta. Ahora era lluvia y caía y caía, interminable. Era todas las gotas. Era un millón de gotas cuando despertó.

Triunfo Arciniegas / El amante de Madame Bovary


Triunfo Arciniegas
El amante de Madame Bovary

-¿Qué hace cuando no escribe?

-Me echo en la cama hasta que me duele la espalda.

-¿En serio?

-“Sin mis dieciocho horas de sueño soy un inútil”, dijo Woody Allen.

-¿Entonces ha escrito dormido más de cuarenta libros?

-Cuando ando volando bajo puedo quedarme horas y horas mirando el marco de una ventana.

-¿Y cuando vuela menos bajo?

-Veo televisión.

-¿Qué programas?

-Cualquier cosa, hasta El Chavo del Ocho. Conocí a Roberto Gómez Bolaños el año pasado. Hice una fila de tres horas en la Feria del Libro de Guadalajara para que me firmara sus memorias. En México tengo amistades que lo detestan por sus ideas políticas, pero respeto su obra y me parece admirable que sus personajes ya tengan cuarenta años y sigan fascinando a los niños. Unos niños cuyos padres no habían nacido cuando Chespirito se inventó el cuento. Este apodo, que significa “Pequeño Shakespeare”, le cae de maravilla. Pequeño, es cierto, pero al fin y al cabo un “Shakespeare”.

-¿Y cuando toma un poco de altura?

-Leo y ya no me siento como el gusano que contempla golondrinas.

-¿Qué lee ahora?

-Desde el mes pasado La novela de Genji, escrita por Murasaki Shikibu entre finales del siglo X y principios del XI. Una maravilla japonesa de casi dos mil páginas, un mundo anterior a las geishas, el kimono y los samurais. A veces es como volver a Proust. Murasaki tiene la estatura de un Balzac o un Cervantes. Kawabata, Paz, Yourcenar, Borges y otros se quitan el sombrero ante sus páginas.

-¿Y de relecturas?

-Hemingway. Un día de la semana pasada amanecí con ganas de leer las obras maestras de Hemingway: Las nieves del Kilimanjaro, La vida breve y feliz de Francis Macomber y Los asesinos. Al otro día me dio por leer mis cuentos favoritos de Hemingway: El gato bajo la lluvia, Campamento indio y El campeón. Hemingway es un placer asegurado. Hace unos quince o veinte años, en el suplemento literario del que entonces era el periódico más importante del país, se levantó una polvareda. Palabras más, palabras menos, se decía que Hemingway era un escritor menor. Me sentí herido, como si me hubieran mentado la madre. Alguien que ha escrito los cuentos que acabo de mencionar, y además El viejo y el mar, París era una fiesta y el séptimo capítulo de Por quién doblan las campanas, no es ni será nunca un escritor menor. Y otra cosa: ningún otro escritor ha tenido una vida tan fascinante. Le cuento un secreto. El poco inglés que manejo lo aprendí para leer a Hemingway en su idioma. Hemingway y Playboy. Los dos pilares fundamentales de mi formación son Hugh Hefner, por la celestial revista, y el Padre Astete, por su catecismo infernal. En mi niñez, Astete. El resto de vida, Hefner, el hombre más envidiado del planeta Tierra.

-¿Puede hacer la misma selección con Borges?

-Sus obras maestras, en el orden que usted considere: El Sur, Las ruinas circulares y Tlön, Upbar, Orbis Terties. Pero mis favoritos, en riguroso orden, son La intrusa, Emma Zunz y La casa de Asterión. Podría mencionar otros tres si me lo permite: El evangelio según Marcos, El inmortal y El hombre de la esquina rosada. Quedan por fuera unos cuantos títulos. Sólo permítame añadir uno más, que no es exactamente un cuento pero sí una pieza perfecta: Borges y yo. Borges es el más grande en nuestra lengua. Antes que él, sólo Cervantes.

-¿Y de Cortázar?

-Es curioso: los tres cuentos que más me gustan de Cortázar pertenecen a su primer libro, Bestiario: La casa tomada, Carta a una señorita en París y Circe. Me quedan por fuera Axolotl, que es la historia de un hombre que va a un acuario a contemplar un pez y al final es el pez que contempla al hombre que viene a visitarlo al acuario, La noche boca arriba y Cartas de mamá. Pero diría que la obra maestra de Cortázar es El perseguidor. En todo caso, al igual que con Borges, una lista difícil.

-Por último, Rulfo.

-Quitémonos el sombrero primero. Las obras maestras y los que me gustan, en este caso, se confunden: Es que somos muy pobres, Talpa, Diles que no me maten. Pero debo añadir otros tres, del mismo nivel: La herencia de Matilde Arcángel, La Cuesta de las Comadres y Macario. Y podría añadir otros tres. Y otros tres. Rulfo, al igual que Kokorico, no tiene presa mala.

-Esa misma pasión la experimentó por un poeta, por Pablo Neruda.

-Durante años creí que no me curaría de este sarampión. Ya casi no lo leo. Escribió tantos libros malos. Con Residencia en la tierra hubiera bastado, y con su espléndido libro de memorias, Confieso que he vivido. Y algunas odas, sólo algunas. Y fragmentos de El Canto General. Fui a Chile a conocer sus casas. Conocí La Chascona en Santiago, La Sebastiana en Valparaíso, y la más famosa de todas, esa casa de madera y piedra en Isla Negra, allí donde reposan sus huesos junto a Matilde Urrutia.

-¿Sigue con la antología mental?

-Sigo. De cuando en cuando añado un título. Mencionemos tres nada más: Pata de mono, de Jacobs, La hoja que no había caído en su otoño, de Julio Garmendia, y Delicada presa, de Paul Bowles.

-La antología mental sólo considera obras maestras, ¿cierto?

-Una por autor.

-¿Cuál de Raymond Carver?

-Parece una tontería.

-¿De Truman Capote?

-Miriam.

-¿De Faulkner?

-Una rosa para Emily. Pero no he leído todo Faulkner. Es uno de los autores que me ha quedado grande.

-¿De Chejov?

-La boticaria.

-¿De Maupassant?

-Bola de sebo, por supuesto.

-¿De Carlos Fuentes?

-Ninguno. Ojalá me equivoque, pero Fuentes va para el cesto del olvido. Es un escritor con más imagen que obra, como pasa con tantos otros, como pasa en Colombia, y no me pregunte nombres porque no quiero acrecentar la lista de los enemigos.

-¿De Vargas Llosa?

-Cuentos, no. Vargas Llosa es novelista, y de los grandes. Me quedo con Conversación en la Catedral, La Casa Verde y La fiesta del Chivo. Ante cualquiera de estas novelas me quito el sombrero, pero tiene libros horribles: Pez en el agua, Elogio de la Madrastra, Los cuadernos de don Rigoberto. Y una absoluta obra maestra, uno de mis libros favoritos, La orgía perpetua, donde Vargas Llosa desarma y vuelve a armar con delicia otra obra maestra, Madame Bovary. No se puede negar que le están debiendo el Nobel.

-¿A Vargas Llosa y a quién más?

-Rubem Fonseca, Paul Auster, Kazuo Ishiguro, Ian McEwan, Haruki Murakami, Javier Marías.

-Sigamos con la antología mental. ¿De Felisberto Hernández?

-Otra vez estoy en problemas, porque Felisberto es uno de mis escritores más amados. Un título para mi antología mental, uno solo, con todo mi pesar, El cocodrilo.

-¿De Onetti?

-El infierno tan temido, que es la historia de una mujer que le envía a su hombre las fotos pornográficas con sus nuevos amantes.

-No se me ocurren otros nombres por ahora.

-Por suerte.

-¿Sigue coleccionando libros?

-Con el mismo placer de la adolescencia.

-Ha llenado su casa de libros.

-Nada más cuatro habitaciones.

-¿Qué libros o autores lo indujeron a la vida literaria?

-Flaubert con su Madame Bovary y Hemingway con sus maravillosos cuentos. Mientras otros leían María, de Jorge Isaacs, Madame Bovary pervirtió mi adolescencia. Pero debo nombrar otros, de estos mismos años: Kafka, Moravia, Neruda. Hasta acá la respuesta. Por el camino encontré y sigo encontrando maravillosas compañías: Nabokov, Raymond Chandler, Raymond Carver, Capote, Camus, Bukowski, Calvino, Bowles. La lista continúa.

-¿Qué libro se llevaría a una isla desierta?

-Madame Bovary. Soy un amante de Madame Bovary, como puede apreciarse. Pero, si en realidad la isla está desierta, me conformaría con cualquier madame de carne y hueso.

-¿Cuántas veces ha leído esta novela?

-Nada más siete, y hace como veinte años que no la leo. Espero que la vida me alcance para las otras siete lecturas.

-¿Hay un libro que haya leído más veces?

-El coronel no tiene quien le escriba.

-Otros dos libros para el equipaje de la isla desierta.

-Las obras completas de Shakespeare y Don Quijote.

-¿Qué hace cuando vuelta alto?

-Escribir, por supuesto. O pintar. O hacer fotografía.

-Ha vuelto a pintar.

-He vuelto a pintar después de casi treinta años. Creo que por fin voy a quitarme el estigma de pintor frustrado. Estoy experimentando con acrílicos. Por ahora, pinto hojas y traseros.

-Extraña combinación.

-Hojas verdes y traseros morenos, sobre papel acuarela y sobre madera. En realidad, quiero ejercitarme para ilustrar un libro con esta técnica. Ilustro libros para niños. Los ilustradores profesionales detestan que me meta a sus potreros. Imagínese, con tantos libros para niños que he publicado, a cuántos ilustres ilustradores les he dado de comer. En fin, cada vez estoy más metido con esta delicia. De Roberto está loco, que va con mis mamarrachos, Fondo de Cultura Económica, de México, hizo el año pasado una edición de ochenta y dos mil ejemplares para la Secretaría de Educación Primaria. Los profes que hicieron la selección aceptaron por igual el texto y mis ilustraciones. No estoy tan mal.

-¿Cómo fue el proceso?

-Escribí ese texto hace unos quince años, ya con dibujos. Hice la maqueta definitiva hace unos tres años, y luego las acuarelas. Fotografié las acuarelas y las trabajé en el computador. Presenté el libro al editor en el mismo portátil, en Ciudad de México. El editor lo aprobó de inmediato, pero el director de arte, Mauricio Gómez Morín, dijo que la resolución era muy baja. Volví a fotografiar, volví a trabajar las ilustraciones hasta triplicar la resolución, volví a presentar el libro y seguía con el mismo problema. Se me fueron las vacaciones mexicanas en este libro. Volví a Colombia, me compré una cámara de 8 megapixeles, que en ese entonces me costó un ojo de la cara, y repetí el trabajo. Cada ilustración alcanzaba esta vez unas veinticinco megas. Necesité dos CDs para esta nueva versión y por fin convencí al editor de arte, a quien agradezco sus luces y su bondad.

-¿Qué otros libros ha ilustrado?

-Las batallas de Rosalino y Caperucita Roja y otras historias perversas. Ilustré unos cuentos de Jean Muzi para Norma. Y tengo unos cuantos títulos míos listos para publicar.

-¿Qué pintores lo han marcado?

-Picasso, el más grande de todos, el gran artista del siglo XX. Picasso es bueno hasta para el oficio de la escritura. Pero hay otro pintor que me fascina, Balthus.

-¿De dónde vienen Las batallas de Rosalino?

-De los bigotes de Rosalino Pacheco, un profesor de Pamplona, y del oficio de mi padre, herrero por más de medio siglo. Había intentado escribir este libro un par de veces cuando supe el nombre del profesor. La idea siguió dando vueltas hasta una noche en que parece que se entraron a la casa los ladrones. Vivía en Meissen, al sur de Bogotá, y en ese momento era el único hombre en la casa, aparte de los supuestos ladrones. Las muchachas, la hija y la sobrina de la dueña, que estaba en ese entonces en un pueblo del Tolima con su esposo, subieron al tercer piso a despertarme para que espantara a los ladrones. Los perros habían ladrado con desesperación, según dijeron. Seguido por las damas, como un caballero medieval, recorrí la casa con una escoba en las manos, rogando que no hubiera nadie, por supuesto. Y no había nadie. Nos quedamos conversando en la sala hasta el amanecer, cuando llegaron las señoras que trabajaban en el restaurante. La hija y la sobrina se fueron a dormir y yo, sin sueño, me senté a escribir. Escribí treinta horas, hasta concluir la historia de Rosalino. La hija, que oyó el tableteo de mi máquina toda la noche siguiente, me dijo: “Anoche dormí tan tranquila sabiendo que usted estaba despierto”. No le respondí que si los ladrones hubieran pasado por mi lado no me hubiera dado cuenta porque estaba en otro mundo, con un caballero medieval y su gato. Con esa primera versión regresé a Pamplona después de mitad de año. Envié antes de diciembre la tercera versión al Premio Enka y seguí trabajando el texto. Cuando se anunció el fallo, ya iba por la cuarta o quinta. El libro se publicó en 1989 pero seguí haciendo versiones, hasta pasar de veinte. En el 2002 Alfaguara publicó la que considero la versión definitiva.

-¿Cuál es el libro de literatura infantil que le hubiese gustado escribir?

-Las brujas, de Roald Dahl.

-¿De qué libro publicado se arrepìente?

-De ninguno, aunque cada vez que tengo la oportunidad hago otra versión.

-Hábleme de la fotografía.

-El fotógrafo es un pintor frustrado. Tengo el ojo. La cámara hace el resto. Todo mundo toma fotografías, pero el artista tiene el ojo, es decir, una visión del mundo, y una apremiante necesidad de expresarse. En Chíchira, Alcaparral, El Naranjo y Alto Grande, que son veredas de Pamplona, paralelo al trabajo teatral, fotografío niños, animales y paisajes.

-Me hace acordar de Lewis Carroll.

-No sólo fotografío niñas. Y no las desvisto. No hago fotografía erótica. Entre la magia y el silencio, la exposición que hice en el Consulado de Venezuela en Cúcuta este año, consta de tres temas: el paisaje, los animales y la gente. En todas las fotografías es palpable el respeto y la admiración. No hay una sola fotografía denigrante o vulgar o irrespetuosa. Tal vez hay un poco de nostalgia porque se trata de un mundo destinado a desaparecer.

-Vamos a la escritura. ¿Cómo empezó su vida literaria?

-Con las cartas a mi abuela. Con la nostalgia. Nos fuimos de Málaga a Pamplona cuando todavía era un niño. En Málaga se quedó la abuela, el primer amor de mi vida. Pamplona, con su niebla y sus montañas peladas, me golpeó. Como siempre he sido de pocos amigos, me refugié en las cartas. Le escribía largas cartas a mi abuela, con coplas y dibujos. Si se me agotaba el material, pues, inventaba. Ahí están ya los elementos de mi escritura: la poesía, la ilustración, la ficción como elaboración de la realidad.

-¿Cómo fue su infancia?

-Miserable.

-¿Con qué soñaba?

-Quería volar.

-¿Pesadillas?

-Me perseguían los vampiros.

-Usted nació en Málaga, y vivió por más de 10 años a la orilla del camino que conduce de Pamplona a Monteadentro, un lugar muy tranquilo. ¿Cree usted que esto le ayudó a formar su capacidad creativa?

-El paisaje echa raíces dentro de uno. Dentro de uno van los árboles y los ríos de su propia tierra. Es inevitable.

-¿Qué música escucha cuando escribe?

-Ninguna. Antes, para que la magia entrara al cuarto, bastaba con escuchar Pink Floyd y encender un cigarrillo. Ahora ni siquiera fumo.

-Usted es un hombre tímido.

-Se dice que los hombres tímidos son los que asaltan los aviones. Con frecuencia sabemos de actores y cantantes tímidos, a pesar de que su oficio es precisamente exponerse ante los ojos de los demás con grave riesgo. Así es el escritor, un jugador de cartas que se expone en cada libro, un hombre que lo arriesga todo. Creo que esta es una definición de Truman Capote.

-“Cuando Dios da un don, da un látigo.”

-Otra frase de Capote.

-Constantemente menciona el color azul para describir ojos y objetos. ¿Representa este color algo especial para usted?

-Los colores tienen sus connotaciones, desde luego. Nuestras inmensidades, el cielo y el mar, son azules. Inmensidad, profundidad y belleza son cualidades de este color. Pablo Neruda le dijo en un poema a Federico García Lorca: “Por ti pintan de azul los hospitales”. Picasso tuvo una época azul donde pintó el dolor y la desesperanza. La pena es negra, el dolor es azul.

-¿La ausencia del padre en sus historias tiene algo que ver con su vida?

-Mi padre es una ausencia. Borracho, y como hombre sentimental, el terror de la casa. Sobrio, un silencio insondable. Los hogares de mi ficción vienen sin padre. Y cuando lo hay, no tiene la menor importancia. El hogar gira alrededor de la madre. En general, la mujer es la fuerza, el centro del universo. Así lo siento en mi vida personal.

-Cuéntame a grandes rasgos cómo es su familia.

-Tengo once hermanos vivos, y un medio hermano. De una u otra manera han entrado en mis historias. Hacen parte de mi infancia, territorio inagotable. Con los años, cada cual toma su propio camino y marca las distancias. Nos unía nuestra madre. Todos íbamos a la casa que ella habitaba. Pero mi madre murió hace siete años, y resulta difícil reunirse alrededor de su ausencia.

-Un día me manifestó su idea de irse a vivir a Cartagena. ¿Se va a hacer realidad?

-Como tanta gente, quiero vivir cerca del mar. Una vez que me libere del magisterio, tendré la oportunidad de vivir donde quiera, y Cartagena me encanta. Escribir en las mañanas, caminar por la playa al atardecer, beber la brisa.

-¿No se va del país?

-Ni siquiera cuando el barco se hunda. Lleva varios años hundiéndose, valga la aclaración. Es una porquería de país pero es el mío, mi propia porquería. Hago viajes de dos o tres meses y siempre regreso. Es horrible despertar en tierra ajena. El mundo es ancho y ajeno, es cierto, pero en su patria uno tiene la ilusión de que al menos el aire le pertenece. Aquí hablan como uno habla, aquí se come lo que tiene por costumbre, aquí están las mujeres que le hacen a uno torcer el pescuezo.

-¿Su reino no es de este mundo?

-No hay otro reino, no hay otro mundo, promesas de políticos y religiosos. Los libros son para mí, fundamentalmente, un medio de evasión. Mi droga. Un tipo arrogante decía en la última feria del libro que leía para conocerse más a sí mismo. Qué pereza. Yo leo para olvidarme un poco de mí mismo, para vislumbrar otros mundos. “Esta noche quisiera estar en la piel de otro”, dijo Oscar Wilde. En la Edad Media hubiese sido alquimista o un monje pervertido, y antes hubiese probado suerte como brujo mientras otros salían de la cueva a arriesgar la vida cazando fieras.

-Probó suerte en Venezuela.

-Probé desgracias. Fui infeliz e indocumentado en Venezuela antes de ingresar a la universidad. Trabajé como herrero y portero de discoteca. Quería llegar a Caracas y no pasé de San Cristóbal. Sólo lo conseguí como quince años después. Ahora, cada año voy dos o tres veces a Caracas a comprar libros y recorrer calles.

-Tuvo más suerte en México.

-México es una bendición, un maravilloso país, con una gente amorosa y hospitalaria, con una comida fascinante y una cultura muy particular. Allí duermo tranquilo y sin nostalgias.

-Descríbame un día normal de su vida.

-En las mañanas, por este año, hago talleres de literatura y algo de teatro en escuelas de las veredas de Pamplona. El resto del día, varía según el ánimo. Cuando nada funciona, duermo un par de horas después del almuerzo, luego leo o veo televisión. Pero si la magia me acompaña, escribo sin horario, sin parar. Ya no frecuento el camino de niebla de Monteadentro. Vivo en una casa de dos pisos y azotea, en un barrio tranquilo y silencioso, donde nadie se mete con nadie. No me gustan las visitas.

-¿Por que escribe para los niños?

-Creo que empecé por circunstancias de trabajo. Fui maestro de escuela durante muchos años. Me gustaba leerles a los alumnos. Había inventado una materia, un territorio libre, donde no funcionaban notas ni tareas, sólo para divertirnos. Poco a poco llevé materiales de mi propia cosecha a este taller. Así comencé a escribir para niños. Luego vino el teatro. Y ya no pude detenerme.

-¿Qué representa para usted la niñez?

-La eternidad.

-Hábleme de su experiencia teatral.

-He escrito más de veinte obras de teatro, y siempre para un grupo determinado. Durante tres o cuatro años, fui por distintas escuelas de Pamplona haciendo teatro. En dos o tres meses, con tal solo un día a la semana, montaba una obra de teatro. Construía los personajes a partir de los mismos alumnos, con una idea muy vaga que despejaba a medida que trabajaba con ellos. El escenario se convertía en el papel en blanco mientras los alumnos eran algo así como las líneas de la historia.

-¿Escribir para niños se podría decir que es una estrategia suya para fomentar en ellos la lectura?

-Hacer lectores fue y sigue siendo mi más alto propósito como profesor. En un barrio pobre de Bogotá, donde hice unos talleres, cuando me veían venir, los niños decían con regocijo: “El señor de los cuentos”. Más que escritor, soy un lector, un apasionado de los libros. La escritura es como una consecuencia natural de mis lecturas.

-¿Por qué actualmente muy poca gente tiene el hábito de la lectura?

-Por pereza, porque ver televisión es mucho más fácil, porque las otras diversiones no requieren una elaboración mental, porque no hay ejemplo, porque la mayoría de los profesores no leen, porque no existe la disciplina de comprar libros, porque los muchachos viven en casas sin libros. He visto que un verdadero lector se hace de niño, que los adolescentes ya no comen cuento y mucho menos los adultos.

-Usted es un soñador eterno, según los temas de sus obras. ¿Pero cuáles son los sueños reales de Triunfo Arciniegas?

-Soy esencialmente soñador pero trabajo por la realización de mis sueños. No soy como las personas que sueñan con una casa y compran la lotería. No creo en el azar sino en el trabajo. Pero el secreto es parte esencial de la naturaleza del sueño. Quiero decir que no debe manosearse.

-¿Alguna vez se ha visto identificado con algún personaje de sus escritos?

-Aprovecho mis emociones, experiencias y conocimientos para construir los personajes, pero también hay una fuerte carga de intuiciones y sueños. En el personaje uno expresa no sólo lo que es sino lo que le gustaría ser, no sólo su luz sino su sombra. El personaje es una suma de personas que uno ha conocido en la vida y otras que tal vez no conozca nunca. Con todo esto, con esta sangre y esta imaginación, de pretende construir una criatura que convenza al lector y haga creíble la historia. Emma Bovary, como tal, sólo existió en la mente de Flaubert, pero en la mía vive con más intensidad que otras mujeres de carne y hueso.

-¿Qué ha publicado para adultos?

-Tres títulos: un libro de cuentos, El jardín del unicornio y otros lugares para hombres solos, en la colección Letras Latinoamericanas, con Panamericana Editorial. Una colección de textos breves, Noticias de la niebla, con la Universidad de Antioquia. Y una novela, que ganó un premio regional con un título falso, pero que en realidad se llama Pequeños cadáveres.

-En Noticias de la niebla, ¿qué presencia tienen los diarios?

-En realidad, en Noticias de la niebla hay dos libros, casi tres. El primero corresponde a la imaginación, a esos textos breves, en su mayoría desgarradores y terribles. El otro corresponde a mi vida privada, expresada en textos más largos, sobre mi padre, mi madre, mis amores, mis miedos, textos que vienen de cartas íntimas y fragmentos del diario. Y un tercer libro bosquejado, que corresponde a reflexiones sobre la escritura. Poco a poco diferenciaré estos libros. Apenas les he dedicado un poco más de tres décadas.

-Hábleme de su diario.

-Lo llevo hace más de treinta años. Se supone que es una meditación de la vida, aunque dedico páginas y páginas al registro de las trivialidades cotidianas. Es mi memoria, en todo caso. A menudo acudo a sus páginas para saber cómo fueron las cosas. Kakfa usaba el diario como laboratorio. Los párrafos saltaban fácilmente a su literatura. Para Pizarnik el diario era un ejercicio poético. Aunque a veces me sirve para aclarar pensamientos y sentimientos, mi diario parece el cuaderno escolar de un notario.

-¿El jardín del unicornio es una nueva versión de El cadáver del sol?

-Así es. En 1982, se hizo una edición de doscientos ejemplares mimeografiados. Ese fue mi primer libro. Un profesor de la Universidad de Pamplona se reía de la edición de este libro, de que fuese mimeografiado, de que fuesen doscientos ejemplares en tamaño carta. Pero ya llevo más de cuarenta libros, publicados en cuatro países, y el profesor todavía no tiene el primero. Tal vez ya se le quitó la risa.

-¿Y Noticias de la niebla es una versión de En concierto?

-Así es. Como en el caso anterior, quito unos textos, añado otros, reescribo otros. La próxima vez que publique este libro se llamará Lecciones para doncellas.

-¿Pasó igual con La silla que perdió una pata?

-Publiqué este libro con Carlos Valencia Editores, y cuando la editorial se acabó y mis cuatro libros de entonces pasaron a Panamericana, aproveché para reescribir esos cuentos. No eliminé ninguno.

-Aparte de sus estudios en literatura, ¿tiene algún otro titulo?

-Lo mío son las letras, por supuesto. Hice la primaria en una escuela pública de Málaga, el bachillerato y la universidad en Pamplona. Tengo una especialización en traducción de texto en la Universidad de Pamplona y una maestría en literatura en la Pontificia Universidad Javeriana de Bogotá. Acuérdese que fuimos compañeros de clase en la Javeriana. Nuestros profes fueron Fernando Charry Lara, Marino Troncoso, Otto Ricardo, Cristo Figueroa, Luz Mery Giraldo.

-Al fin se graduó.

-Al fin, medio siglo después de usted, con La seducción de la escritura, que trata del instante mágica que va de la concepción de la idea a la escritura, es decir, la cocina literaria. Esta maestría es uno de los orgullos de mi vida. Los profesores que nombré viven en mi corazón, con mi eterno agradecimiento.

-¿Ha intentado la traducción?

-No soy bueno en ese oficio, un duro oficio, por cierto. Además, traducir produce dolor de cabeza. Puedo escribir doce o quince horas, pero con dos horas de traducción me estalla la cabeza. En el postgrado de traducción todo mundo sabía más inglés pero yo sacaba mejores notas porque sabía más español que todos. Traducir no es lo mío, en todo caso. Los idiomas son una más de mis frustraciones.

-¿Ha escrito poesía?

-Hasta el momento soy un poeta clandestino. Sólo he publicado siete poemas. He escrito y publicado libros para niños en verso, pero no los considero libros de poesía. Digamos que distribuyo las líneas del texto a la manera de un poeta y que recurro a la rima como un juego, pero nada más.

-¿Cómo relaciona vida y trabajo, o es de los que puede perfectamente desvincular una cosa de otra?

-La escritura es mi verdadero trabajo, no el magisterio. La escritura le da orden y sosiego a mi vida. Me permite soñar. Me concede el derecho a soñar. Sin la escritura, la vida pierde sabor e intensidad.

-Sus libros cada vez tienen menos palabras.

-Como sus poemas, Jorge. Ya he llegado a la proeza de escribir sin palabras.

-Explique a ver si entiendo.

-Libros de imágenes. Escribí dos el año pasado en México sin una sola palabra, si puede emplearse esta inflexión verbal. El primero trata de un hombre con sombrero que atraviesa una ciudad monstruosa, y el otro, de un diablo haciendo travesuras con el tridente. El primero surgió de un taller de ilustración que hice con Satoshi Kitamura, y el otro, de un taller con el español Javier Sáez Castán. Este año escribí uno sobre una niña que extravía una pelota y termina atrapada en una casa de fantasmas, en un taller de fotografía que dirigieron dos preciosas alumnas de la Universidad de Pamplona.

-Ahí se entiende su afán por mejorar la técnica pictórica.

-Es verdad.

-¿Cuál es la palabra qué más le molesta?

-Hay muchas. Pero entre nosotros se creó una palabra especialmente horrible, “desechable”, para referirse a un ser humano que vive en la calle. Si es desechable es eliminable. ¿No ha oído el cuento de los niños ricos que salen por la noche a matar desechables? Los paramilitares hicieron “limpieza social”, es decir, juzgaban quién era desechable o ladrón o delincuente y lo asesinaban. Usted sabe, ladrones de relojes condenados a pena de muerte sin juicio alguno, sin defensa alguna. Y los asesinos se creen justicieros, salvadores, forjadores de una nueva patria. Cuando la guerrilla planea asesinar a una persona la declara “objetivo militar”. Entonces ya no se trata de un asesinato sino de una meta, de una misión inexorable. En la guerra, los otros no son personas sino “enemigos”. Hemos llegado a la estupidez de hablar de “fuego amigo” y “misiles inteligentes”. Así como el lenguaje descubre y festeja, también disfraza y condena.

-¿Cómo se siente en el panorama de la literatura nacional?

-Marginado. Me va mejor por fuera. De hecho, estoy publicando más en México que en Colombia. Ya completé doce títulos en los dominios del jaguar. Tengo un libro en Ekaré, esa bellísima editorial venezolana. Y ya empecé en España, con SM.

-¿Qué publicó en España?

-Una novela para muchachos, La hija del vampiro.

-¿Cuáles son para usted los grandes poetas colombianos?

-Aurelio Arturo, José Manuel Arango y Raúl Gómez Jattin.

-¿Narradores?

-Perdone la obviedad: Gabriel García Márquez.

-¿Y Álvaro Mutis?

-Excelente poeta y maravillosa persona. Aparte de sus poemas, he leído con regocijo La mansión de Araucaíma y La nieve del Almirante. Poema de lástimas a la muerte de Marcel Proust es, para mí, una oración, quiero decir, un texto sagrado.

-¿Y de los nuevos?

-Leí tres veces Rosario Tijeras, de Jorge Franco. Leí, muy emocionado, El olvido que seremos, de Héctor Abad. Leí, hace muchísimos años una novela espléndida, Primero estaba el mar, de Tomás González. Leo a Evelio Rosero, por supuesto. Y a un cuentista que no ha tenido la atención que se merece, Harold kremer.

-¿Cuales son sus planes a corto, mediano y largo plazo?

-Escribir y solamente escribir, sin más interrupciones, es mi plan a corto, mediano y largo plazo. Mi plan mayor. De resto, ya veremos. De resto, la acuarela, el acrílico, la fotografía, los viajes, el mar. Creo que continuaré con el vicio de acumular libros. “La vida exige una pasión”, dijo Borges. Tengo varias por si las moscas, y ninguna depende de otra persona.

-¿Qué está haciendo en la actualidad?

-Hago talleres de literatura y teatro en escuelas rurales del municipio de Pamplona, Colombia. Después de un año tan malo en el magisterio que me llevó al siquiatra, el año pasado levanté vuelo con el teatro. Pegado a este delicioso proyecto, hago la fotografía.

-Un gusto caro.

-Ahora, con la fotografía digital, no tanto.

-Hábleme de su pasión por el cine.

-La padezco desde niño. Mi abuela, en Málaga, lavaba ropa ajena. Los domingos me daba un traje para que lo entregara a su dueño a cambio de un peso. Con ese dinero entraba al cine. A la función de la mañana, que era para niños. Después de la misa. Me acuerdo porque algunas muchachas olvidadizas entraban al cine todavía con el velo que habían usado en la iglesia. Durante la semana me aprendía coplas para hacer reír a mi abuela y el domingo hacíamos nuestro trueque poético. Algunos domingos por la tarde mis padres iban al cine. Me veo pegado a las rejas, esperando los últimos minutos de la función, cuando el portero por fin abría la puerta, y alcanzaba a ver el beso del final.

-Tres directores.

-Ingmar Bergman, David Lych y Woody Allen. Puede cambiar a Woody Allen por Tarantino o Scorsese, pero no se atreva con los dos primeros.

-Una película.

-Fanny y Alexander, de Bergman.

-Si no hubiese sido quien es, ¿qué hubiera sido?

-Mi padre quería que fuese mecánico. Si nos hubiésemos quedado en Málaga, supongo que me hubiera cansado de la mecánica y hubiera terminado como camionero y tendría una mujer en cada pueblo. Pero fui lo que soy, ya no seré otra cosa. ¿Qué no hubiera sido? Ni boxeador ni torero. Ni político ni ginecólogo. Por encima de todas las cosas, me hubiera gustado ser músico: pianista, saxofonista o cantante. No tengo voz, no tengo talento musical, y lo lamento cada día de mi vida. La música es el primer sueño de todo niño. Shakira, Juanes, Bob Dylan, John Lennon, tipos así me inspiran una profunda admiración y me ponen verde de envidia.

-¿Cual es su filosofía de vida?

-La vida es un juego difícil, ya perdido de antemano. Pero uno se ilusiona. Trata de pensar en otras cosas, mientras va tirando. Digo, viviendo. Ya sé que esto no es ninguna filosofía.

-¿Por qué motivo le hubiese gustado ser recordado?

-Si uno no está, ya poco importa.

-¿De llegar al cielo qué le gustaría que Dios le dijera?

-“Quiero dormir, léame algo.”

-¿Su epitafio?

-Todavía no he pensado en ese asunto.

-¿Qué opina de los curas?

-No me gustan los intermediarios.

-¿De los seres humanos?

-El rector de un colegio le dijo a mi madre: “Señora, su hijo odia a la humanidad”. Todavía estoy pensando en esa frase. No es odio sino otra cosa. No creo tanto en el hombre como especie. No le tengo fe. A través de la historia los hombres se han matado unos a otros y seguirán haciéndolo. Hay tanta belleza y a la vez tanto horror. Me gustan algunas personas, nada más.

-¿De la religión?

-Es un consuelo. Verdadero o falso, es el consuelo más grande. El principio de la religión es el culto a los muertos, y la muerte es el sustento básico de toda religión. Es bello pensar que no nos podrimos en la tierra como los animales, que no terminamos en polvo como todo, sino que vamos a otro lugar, hermoso y eterno.

-¿Hijos?

-Son nuestra fugaz eternidad. ¿Lo pregunta por eso?

-¿Cuántos?

-Sólo tres. Voy por la mitad.

-Me quito el sombrero, Arciniegas, si de verdad piensa tener otros tres.

-Estoy buscando las mamás.

-¿Cómo describiría a Triunfo Arciniegas el hombre?

-Un imaginador, un fabricante de imágenes, un hombre que se lame sus heridas en el cuarto del fondo de la casa.

-Diría que no sólo se lame las heridas sino que se las lamen.

-A veces tengo suerte. Hace años escribí un poema de tres líneas, Pobre de ti: Toda la noche/ me lames una herida/ que no existe.


Pamplona-Bogotá, 2007