lunes, 10 de enero de 2011

Asaltos porteños


Triunfo Arciniegas
ASALTOS PORTEÑOS

Mi Buenos Aires querido ya no es lo que era. Sigue llena de rubias bellas vestidas de negro, mujeres de botas y tal vez devotas, pero ya no es la ciudad barata de otros tiempos, cuando se comía tan bien con poco dinero y se dormía en lujosos hoteles sin remordimientos. No sólo es más cara sino más insegura.
     En el viaje pasado a Buenos Aires, de junio a julio de 2008, en otro invierno, intentaron engatusarme con un atado de dólares, pero nada más. La escuela bogotana me tiene afilado y supe desde el principio las intenciones de los choros, como les dicen acá. Le seguí el juego al hombre que levantó el paquete del piso y ofreció compartirlo conmigo. Eran muchos dólares y muy bien enrollados. Primera señal de advertencia, si no se tiene en cuenta que acababa salir de una oficina de cambio de moneda. Saben donde ubicarse, por supuesto, atalayan la presa camuflados entre la hierba, es decir, entre los infinitos transeúntes. El tipo quería que repartiéramos el paquete en algún sitio, “con estos tiempos tan difíciles”, y yo le dije que ahí mismo o en una cafetería. Ya sabía que se trataba de una trampa, desde cuándo tanta generosidad con los extraños, pero tenía curiosidad por el desarrollo de los hechos, por el desempeño del hombre. El acento argentino, en mis adentros, le restaba credibilidad. Un argumento estúpido, por cierto, pero estoy acostumbrado a los ladrones colombianos, cuya astucia, además de indignación, causa escalofríos de asombro. Todavía éramos él y yo, y el tipo no era grande ni fornido. De unos treinta y pico de años. Nos arrinconamos muy cerca y entonces se nos aproximó un segundo tipo (un muchacho) preguntando si habíamos visto pasar a una mujer. Escapé de inmediato. Dos a uno es un marcador difícil, y peor, tres a uno, si pensamos en el cómplice que arrojó el paquete de dólares.
     Si veinte años no es nada, según el tango, dos años son suficientes para resaltar una devaluación con paso de caballo de carreras y la proliferación de ladrones. El dólar valía tres pesos argentinos en el 2008 y ahora se disparó casi a cuatro. 3.95, esta mañana. El servicio de internet vale el doble que en Colombia, y una llamada telefónica, cinco veces más. Buenos Aires es famosa por sus librerías, un legendario paraíso desde mi adolescencia, y Corrientes, la calle de los teatros, un magnífico coto de caza. Pero diría que ahora los libros valen igual que en Colombia y, como todo lector sabe, el papel pesa. Quise despachar cinco kilos a casa (diecisiete títulos) y el precio del correo me pareció un atraco. Por otra parte, con tanto peso encima, el camino a casa se vuelve la subida al calvario, y los dueños de los cielos, las compañías aéreas, castigan el exceso de equipaje con la pena muerte.
     Hace dos semanas intentaron robarme en el subte, como en Buenos Aires llaman al metro, el gusano de hierro que en ningún recorrido se asoma a la luz día. Me esculcaron en el amontonamiento pero no me robaron nada: los bolsillos de la chaqueta estaban vacíos. Mantengo documentos y dinero a salvo en bolsillos internos con cierre o dentro del morral, que llevo adelante, como un bebé. Uno entiende la situación después. Un hombre de unos cincuenta y cinco años, gordo y alto, barbado y canoso, con un maletín de oficinista, se me atravesó cuando abordaba el vagón en la estación Diagonal Norte, con rumbo a Retiro, la terminal de autobuses de Buenos Aires. Parecía que le estuviera impidiendo el paso y le hice un gesto de altanería para que no pensara que intentaba robarlo. Al mismo tiempo sentí que una mano se apoyaba en el borde de la puerta, muy cerca de mí. Me libré lo más pronto posible y busqué asiento. Entonces se me acercó un argentino y me explicó la situación. Usó un verbo que no conozco y que olvidé. Sólo entonces me enteré que el cómplice, una mujer, me esculcó mientras el hombre gordo me detenía a la entrada. Diagonal Norte queda a unos pasos del obelisco, en pleno centro, y es desde luego una estación muy congestionada. Además, por allí circula gente que va a salir de la ciudad, con paquetes y maletas que atan sus manos, con dinero, con prisa. Provincianos, extranjeros, turistas. Más que furioso, me sentí avergonzado por el gordo. A esa edad y todavía robando, a esa edad y no ha resuelto su vida, a esa edad y no ha hecho nada con su miserable vida. Le dije al argentino que no me habían quitado nada y comentó que esos tipos se aprovechan de los extranjeros. Parece que uno llevara un letrerito. Tres veces me han preguntado si soy mexicano.
     La otra noche presencié un atraco. Venía de cine, un poco ido por las imágenes de Polanski y escondido del frío porteño en mi propia chaqueta, cansado y con ganas de tenderme en la cama, y en el morral, el dulce peso de unos libros recién comprados. La sorpresa siempre corre a favor del asaltante. Tanto la víctima como yo tardamos varios segundos en entender la situación. El ladrón escapó en bicicleta (pasó casi rozándome, como en cámara lenta) y la muchacha corrió tras él, gritando. Primero gritó y luego decidió perseguirlo. No supe si lo alcanzó. Los vi atravesar la avenida 9 de Julio, la más ancha del mundo, según dicen. Si hubiera entendido la situación a tiempo, si hubiese tenido la cabeza menos llena de sueños, lo habría derribado. Tal vez. Uno nunca está preparado para estas situaciones. No uso capa de superhéroe ni he venido a salvar doncellas, pero pocas cosas pueden cambiarse en la vida por el espectáculo de un ladrón en el piso y una rubia vestida de negro y cubierta de lágrimas de agradecimiento. Ah, imaginar no cuesta nada.
El pasado fin de semana asaltaron el local donde acostumbro conectarme para enviar señales de vida y fotos. Como a las nueve de la noche dos muchachos armados con revólver entraron al “locutorio”, extraño término para un local donde prestan servicio de internet y telefonía, y se llevaron más de cinco mil pesos argentinos. El encargado se les enfrentó pero no pudo detenerlos. Me levanté como un resorte durante la pelea y todas las cosas se me desparramaron en el piso: monedas, un libro, el lapicero, mi cuaderno de apuntes y el celular. Trataba de entender la situación. No sabía quiénes eran los ladrones y quién el encargado. El tiempo se hace lento, como cuando uno cae de una motocicleta.
     Ayer leí en La Nación sobre la muerte de un estudiante de dieciocho años, Agustín Sartori, en Palermo. La semana pasada fue atropellado por dos asaltantes que huían en moto luego de robar a tres mujeres. Los amigos de la víctima se reunieron en el cruce de Luis María Campos con Matienzo, con velas encendidas y carteles de protesta. Exigen “Justicia para Coco” y “Seguridad para todos los argentinos”. La misma lluvia de invierno, que antes lavó la sangre en el pavimento, apagó las velas, echó a perder los carteles y dispersó a los manifestantes una hora después. Los sospechosos, de veintisiete y veintinueve años, que ya antes han purgado condenas, se encuentran detenidos, pero podrían quedar en libertad porque la causa judicial es catalogada como homicidio culposo, un delito excarcelable.
     Buenos Aires ya no es como antes, por supuesto. Por sus avenidas siguen transitando las rubias vestidas de negro y sus tacones todavía lastiman sin piedad las hojas doradas recién caídas, los edificios mantienen su antiguo esplendor y en los parques las estatuas aún exhiben su serena belleza, pero me siento como el pistolero de la película, “solo ante el peligro”. Un chofer admitía, cuando hablábamos de Uribe y Santos, que Argentina ha retrocedido en seguridad. Ni modo de contradecirle. Bogotá es peor y me consta, Caracas ya hace parte de los dominios del espanto y en Ciudad de México hay que andar con cuidado. Conocí al chofer en Palermo, un poco después de mediodía, en una de mis extenuantes operaciones de búsqueda. El ansia por ver las fotos de Mapplethorpe me llevó a pie desde Plaza Italia hasta uno de los famosos lagos, cerca del Planetario. Tomar un taxi no tiene gracia, llego a todas partes en autobús, en metro o a pie, y de este modo adquiero cierto domino sobre la ciudad de turno. Me acerqué a un puesto de hamburguesas por información, por alivio de los pies y por hambre. El dueño, un gordo amable y ya viejo, me señaló unos muchachos a cien metros. "Vieron algo", dijo. Y empleó la famosa palabra: "Choros". Me pidió que me cuidara y mucho más con esta "máquina de retratar". Con la chaqueta y el morral trato de disimular mi cámara, una Canon de 18 megapixeles que cuesta un ojo de la cara, pero de todas maneras la gente ve que estoy tomando fotografías. Y si la dejo en el hotel, entonces para qué la traigo en mis viajes. Y si la dejo en casa, entonces para qué la compré. Y si uso una cámara más barata, una de esas miniaturas digitales que no le faltan al turista de nuestro tiempo, entonces las fotos pierden calidad. Y si me la roban o si la extravío o se daña, qué más remedio, consigo otra. Le pregunté al viejo por el Malba, el famoso museo de arte latinoamericano, y me señaló un edificio al otro lado de la avenida para que me orientara. Había otro cliente junto a mí, otro gordo amable y bastante mayor, que se ofreció a acercarme en su autobús si esperaba que le prepararan el sandwiche. Estiró el brazo hacia el autobús, vacío. Por supuesto, esperé. Hablamos de Uribe y de Santos, de estos ocho años de sangre y fuego. Sabe que Colombia ahora es un país más seguro y le gustaría conocer Cartagena de Indias. Alguna vez fue con su mujer a las cataratas de Iguazú. Nos detuvimos en el semáforo y, todavía con un trozo de sandwiche en la mano, me indicó que caminara tres cuadras y estaría en el Malba. Le di las gracias un montón de veces y me despedí.

Buenos Aires, 28 de junio de 2010



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