domingo, 14 de abril de 2013

Arturo Pérez-Reverte / Angélica de Alquézar



Arturo Pérez-Reverte
Angélica de Alquézar

Fue entonces cuando vi la carroza. Sería mendaz por mi parte negar que esperaba su paso, que tenía lugar por la calle de Toledo más o menos a la misma hora dos o tres veces por semana. Era negra, forrada con cuero y terciopelo rojo, y el cochero no iba en el pescante arreando el tiro de dos mulas, sino que cabalgaba una de ellas, como era habitual en ese tipo de carruajes. El coche tenía un aspecto sólido pero discreto, habitual en propietarios que gozaban de buena posición pero no tenían derecho, o deseos, de mostrarse en exceso. Algo propio de comerciantes ricos, o de altos funcionarios que sin pertenecer a la nobleza desempeñaban puestos poderosos en la Corte.
A mí, sin embargo, no me importaba el continente, sino el contenido. Aquella mano todavía infantil, blanca como papel de seda, que asomaba discretamente apoyada en el marco de la ventanilla. Aquel reflejo dorado de cabello largo y rubio peinado en tirabuzones. Y los ojos. A pesar del tiempo transcurrido desde que los vi por primera vez, y de las muchas aventuras y sinsabores que aquellos iris azules iban a introducir en mi vida durante los años siguientes, todavía hoy sigo siendo incapaz de expresar por escrito el efecto de esa mirada luminosa y purísima, tan engañosamente limpia, de un color idéntico a los cielos de Madrid que, más tarde, supo pintar como nadie el pintor favorito del rey nuestro señor, don Diego Velázquez.
Por esa época, Angélica Alquézar debía de tener once o doce años, y ya era un prometedor anuncio de la espléndida belleza en que se convertiría más tarde, y de la que dio buena cuenta el propio Velázquez en el cuadro famoso para el que ella posaría tiempo después, hacia 1635. Peor más de una década antes, en aquellas mañanas de marzo que precedieron a la aventura de los ingleses, yo ignoraba la identidad de la jovencita, casi niña, que cada dos o tres días recorría en carroza la calle de Toledo, en dirección a la Plaza Mayor y el Palacio Real, donde ─supe más tarde─ asistía a la reina y las princesas jóvenes como menina, merced a la posición de su tío el aragonés Luis de Alquézar, a la sazón uno de los más influyentes secretarios del rey. Para mí, la jovencita rubia de la carroza era sólo una visión celestial, maravillosa, tan lejos de mi pobre condición mortal como podían estarlo el sol o la más bella estrella de esa esquina de la calle de Toledo, donde las ruedas del carruaje y las patas de las mulas salpicaban de barro, altaneras, a quienes se cruzaban en su camino.

Arturo Pérez-Reverte
El capitán Alatriste
Madrid, Alfaguara, 2001, pp. 66-70



No hay comentarios: