viernes, 31 de mayo de 2013

Casa de citas / Francisco Toledo / Juchitán


Francisco Toledo
Juchitán

Fue muy sencillo, ya había estado cuatro años viviendo en los crudos inviernos; la soledad me empezó a pesar. Recuerdo algo que no sé ni cómo contar. Yo vivía en un sexto piso, sin luz, sin agua, sin baño, sin nada. A pesar de haber expuesto, vivía en un cuarto de servicio y era tal mi desorden y suciedad que yo creo que tardaba meses en cambiar las sábanas y la funda de la almohada de mi cama. Una noche, regresando en medio de todos esos pasillos oscuros, llegué a mi cuarto, me acosté, olí la ropa limpia y me acordé de las sábanas limpias que tenía en mi cama de niño. En ese momento pensé que esa no era la vida que yo quería, que quería un orden y curiosamente relacioné la casa de mi madre con el olor de las sábanas limpias. En ese momento decidí regresarme y dejar de seguir soportando el frío parisino, la comida de restaurantes y la soledad. Estaba harto de viajar y ver galerías.

Además, todo esto coincidió con que mi padre me fue a visitar. Me habían adelantado dinero antes de mi exposición, y como un gesto de generosidad se me ocurrió mandarle un boleto e invitarlo a venir. Él estaba muy orgulloso y conviví con él como nunca lo había hecho. Viajamos por España y París, y él me habló mucho de su infancia en Juchitán. Me ganó la nostalgia y como entonces no le tenía miedo a los aviones, de inmediato decidí regresar al lugar donde nací. Ahí, aunque no pinté tanto, me alimenté muchísimo. Conocí a familiares; conocí la historia de este pueblo de gente rebelde y brava que no se deja aplastar, conocí algo mucho más profundo.

Llegué a Juchitán, me casé; bueno, no: hice una familia con una mujer juchiteca, y nació mi primera hija, Natalia.


Silvia Cherem
Trazos y revelaciones / Entrevistas a diez artistas mexicanos
Fondo de Cultura Económica, México, 2004, p.347


jueves, 30 de mayo de 2013

Casa de citas / Anaïs Nin / Un incidente gracioso


Anaïs Nin
UN INCIDENTE GRACIOSO
Febrero de 1932
Traducción de María José Rodellar
  

En el tren, camino de Suiza, se produjo un incidente gracioso. Para no intranquilizar a Hugo, no me había pintado los ojos, me había maquillado muy poco, me había pintado apenas los labios y no me había arreglado las uñas. Estaba contenta de mi negligencia. Tampoco me había vestido con esmero y llevaba un traje viejo de terciopelo negro que me encanta y que está raído en los codos. Me sentía como June. Mi perro Ruby estaba sentado a mi vera y por tanto tenía el abrigo y la chaqueta de terciopelo llenos de pelos blancos. Un italiano que durante el viaje lo había intentado todo para llamar mi atención, finalmente, desesperado, se me acercó y me ofreció un cepillo. Me hizo gracia y me reí. Al terminar de ce­pillar (con el cepillo lleno de pelos blancos) le di las gracias. Él dijo con nerviosismo:
–¿Quisiera tomar un café conmigo?
Le dije que no y pensé qué hubiera pasado de haberme pintado los ojos.


Anaïs Nin
Henry y June / Diario inédito
Plaza & Janés Editores, Barcelona, 1987, pp. 43-44




miércoles, 29 de mayo de 2013

Casa de citas / Anaïs Nin / Hugo

Hugo Guiler y Anaïs Nin
Anaïs Nin
HUGO
Febrero de 1932
Traducción de María José Rodellar
  
Louveciennes. Regresé a un amante suave y ardoroso. Llevo conmigo encima preciosas y gruesas cartas de Henry. Avalanchas. He clavado en la pared de mi estudio los dos grandes pliegos de palabras de Henry, escogidos, y un mapa panorámico de su vida, destinado a una novela aún no escrita. Cubriré las paredes de pa­labras. Será la chambre des mots (la habitación de las palabras).

Mientras estaba fuera, Hugo encontró los diarios que trataban de John Erskine y los leyó, en una última punzada de curiosidad. No había nada en ellos que no supiera, pero sufrió. Lo volvería a vivir todo, sí, y Hugo lo sabe.

También mientras me encontraba fuera, buscó mi ropa interior de encaje negro, la besó, encontró el olor a mí y lo inhaló alboro­zado.


Anaïs Nin
Henry y June / Diario inédito
Plaza & Janés Editores, Barcelona, 1987, p. 43



martes, 28 de mayo de 2013

Casa de citas / Anaïs Nin / June


June

Anaïs Nin
JUNE
Diciembre de 1931
Traducción de María José Rodellar
  

Un rostro de una asombrosa blancura, ojos ardientes. June Mansfield, la esposa de Henry. Mientras venía hacia mí avanzando desde la oscuridad de mi jardín hacia la luz de la entrada, vi por primera vez a la mujer más hermosa de la tierra.
Hace años, cuando trataba de imaginarme la auténtica belleza, me forjé en mi mente una imagen que correspondía exactamente a este tipo de mujer. Incluso había imaginado que sería judía. Hace mucho tiempo que conocía el color de su piel, su perfil, sus dientes.
Su belleza me embargó. Mientras permanecía sentada frente a ella, me di cuenta de que sería capaz de hacer cualquier locura por aquella mujer, lo que me pidiera. Henry se desvaneció. Ella era el color, la brillantez, lo extraño.

Su papel en la vida la tiene absorbida. Sé muy bien por qué: su belleza le acarrea dramas y acontecimientos. Las ideas significan poco. Vi en ella una caricatura de personaje teatral y dramático. Disfraz, actitudes, forma de hablar. Es una actriz soberbia. Sólo eso. No he podido llegar a su interior. Todo cuanto Henry había dicho de ella es cierto.
Al final de la velada, yo era como un hombre, estaba profun­damente enamorada de su rostro y de su cuerpo, que prometía tanto, y odiaba el ser que los demás habían creado en ella. Los de­más sienten gracias a ella; y gracias a ella, componen poemas; gra­cias a ella, odian; y otros, como Henry, la aman aunque les pese.
June. Soñé por la noche con ella, soñé que era enormemente pequeña, además de frágil, y la amaba. Amaba la pequeñez que se me había hecho visible al oírla hablar: el desproporcionado orgullo, un orgullo herido. No tiene seguridad, y sí unas ansias insaciables de admiración. Vive del reflejo de sí misma en los ojos de los de­más. No se atreve a ser ella misma. June Mansfield no existe. Y ella lo sabe. Cuanto más la aman, más lo sabe. Sabe que hay una mujer muy hermosa que anoche percibió mi inexperiencia y trató de ocul­tar la profundidad de su saber.
Un rostro de una blancura asombrosa retirándose a la oscu­ridad del jardín. Al irse, posa para mí. Siento ganas de echar a correr y besar su fantástica belleza, besarla y decir: «Te llevas con­tigo un reflejo de mí, una parte de mí. Había soñado contigo, de­seaba que existieras. Formarás siempre parte de mi vida. Si te amo será porque hemos compartido en algún momento las mismas fan­tasías, la misma locura, el mismo escenario.
«La única fuerza que te mantiene entera es tu amor por Henry, y es por eso por lo que lo amas. Te causa daño, pero mantiene uni­dos tu cuerpo y tu alma. Te integra. Te azota y te flagela hasta conferirte entereza. Yo tengo a Hugo.»

Quería volver a verla. Pensaba que a Hugo le encantaría. Me parecía perfectamente natural que le gustara a todo el mundo. Le hablé de ella a Hugo. No noté celos de su parte.
Al surgir nuevamente de la oscuridad, me pareció todavía más hermosa. También más sincera. «La gente siempre es más sincera con Hugo», me dije a mí misma. Me dije también que era porque se encontraba más a gusto. No podía descifrar lo que de ello pensaba Hugo. Ella se dirigió arriba, a nuestra habitación, a dejar el abrigo. Se detuvo un segundo en mitad de las escaleras, donde la luz la hacía realzar sobre el fondo turquesa de la pared. Cabello rubio, tez pálida, demoníacas cejas angulares, una sonrisa cruel con un hoyuelo cautivador. Pérfida, infinitamente deseable, me atraía hacia ella como hacia la muerte.
Abajo, Henry y June formaban una alianza. Nos contaban sus peleas, rupturas, guerras el uno contra el otro. Hugo, que se en­cuentra incómodo cuando se habla de emociones, trató de limar las asperezas con bromas, serenar la discordia, lo feo, lo espantoso para aligerar sus confidencias. Igual que un francés, afable y razo­nable, hizo disolverse toda posibilidad de drama. Pudo producirse allí una escena feroz, inhumana, horrible, entre June y Henry, pero Hugo impidió que nos diéramos cuenta de ello.
Luego le hice ver que había impedido que viviéramos, que había hecho que un instante de vida pasara ajeno a él. Me avergonzaba su optimismo, su intento de suavizar las cosas. Lo comprendió. Pro­metió recordarlo. Sin mí, quedaría totalmente anulado por su cos­tumbre de seguir los convencionalismos.

La cena fue alegre. Tanto Henry como June tenían mucho ape­tito. Luego fuimos al «Grand Guignol». En el coche June y yo nos sentamos juntas y charlamos en armonía.
–Cuando Henry te describió –dijo–, olvidó las partes más importantes. No eras tú en absoluto. –Lo supo de inmediato; nos habíamos entendido mutuamente, habíamos captado cada una los detalles y matices de la otra.
En el teatro. Cuan difícil es fijarse en Henry cuando ella está allí sentada, resplandeciente, con su rostro como de máscara. Des­canso. Ella y yo queremos fumar, Henry y Hugo no. Al salir, me­nudo revuelo armamos. Le digo:
–Eres la única mujer que ha respondido a las exigencias de mi imaginación.
–Menos mal que me voy –responde–. No tardarán en desenmascararme.
Ante una mujer carezco de recursos. No sé tratar a las mujeres. ¿Dirá la verdad? No. Me había hablado en el coche de su amiga Jean, la escultora y poetisa.
–Jean tenía un rostro hermosísimo. –Y añade con premu­ra–: No estoy hablando de una mujer corriente. El rostro de Jean, su belleza, era como la de un hombre. –Se detiene–. Las manos de Jean eran preciosas, muy flexibles de tanto manejar el barro. Tenía los dedos afilados. –¿Qué es este enfado que siento al oír las ala­banzas que de las manos de Jean hace June? ¿Celos? Y su insistencia en que su vida ha estado llena de hombres y no sabe cómo actuar delante de una mujer. ¡Mentirosa!
Mirándome intensamente, dice:
–Pensaba que tenías los ojos azules. Son extraños y hermosos, grises y dorados, con esas pestañas largas y negras. Eres la mujer más grácil que he conocido. Cuando andas te deslizas.
Hablamos de los colores que nos gustan. Ella siempre viste de negro y violeta. Volvemos corriendo a nuestros asientos. Se vuelve constante­mente hacia mí en lugar de hacia Hugo. Al salir del teatro la cojo del brazo. Entonces ella pone su mano sobre la mía; las entrela­zamos.
–En Montparnasse, el otro día, me dolió oír tu nombre –dice–. No quisiera que ningún hombre de poca monta tuviese que ver con tu vida. Me siento... protectora.
En el café advierto cenizas bajo la piel de su rostro. Desinte­gración. Siento una terrible ansiedad. Siento ganas de abrazarla. Noto cómo retrocede hacia la muerte y yo estoy dispuesta a acoger la muerte para seguirla, para abrazarla. Se muere ante mis ojos. Su belleza provocadora y sombría se apaga. Su extraña, masculina fuerza.
No distingo el sentido de sus palabras. Me fascinan sus ojos y su boca, esa boca descolorida, mal pintada. ¿Sabe que me siento inmóvil y prendida, perdida en ella?
Se estremece de frío bajo la ligera capa de terciopelo.
–¿Quieres que comamos juntas antes de que te vayas? –le pregunto.
Le alegra marcharse. Henry la ama de modo imperfecto, brutal. Ha herido su orgullo deseando lo contrario de lo que es ella: mu­jeres feas, vulgares, pasivas. No soporta su positivismo, su fuerza. Ahora odio a Henry, intensamente. Odio a los hombres que temen la fuerza de las mujeres. Probablemente Jean amaba su fuerza, su poder destructivo. Porque June es destrucción.

Mi fuerza, según me dice Hugo más tarde, cuando descubro que no aguanta a June, es suave, indirecta, delicada, insinuante, creativa, tierna, femenina. La de ella es como de hombre. Hugo me dice que tiene un cuello masculino, una voz masculina y manos tos­cas. ¿Es que no me he dado cuenta? No, no me he dado cuenta, o, si me doy cuenta, no me importa. Hugo admite que está celoso. Desde el primer momento se han tenido antipatía.
–¿Es que piensa que con su sensibilidad y sutileza femeninas puede amar algo de ti que yo no haya amado?
Es cierto. Hugo ha sido infinitamente tierno conmigo, pero en tanto él habla de June yo pienso en nuestras manos entrelazadas. Ella no alcanza el centro sexual mismo de mi ser que alcanzan los hombres; no se acerca. Entonces, ¿qué es lo que despierta en mí? He deseado poseerla como si un hombre fuera, pero he querido también que me amara con los ojos, con las manos, con los senti­dos que sólo poseen las mujeres. Es una penetración suave y sutil.

Odio a Henry por atreverse a herir su enorme y vano orgullo. La superioridad de June provoca el rechazo, e incluso un sentimien­to de venganza, en Henry. Pone sus ojos en la sumisa y ordinaria Emilia, la criada. Su ofensa me hace amar a June.
La amo por lo que se ha atrevido a ser, por su dureza, su crueldad, su egoísmo, su perversidad, su demoníaca fuerza destruc­tora. Me aplastaría sin la menor vacilación. Se trata de una perso­nalidad llevada al límite. Adoro el valor con que hiere y estoy dis­puesta a sacrificarme a él. Sumará mi ser al suyo. Será June más todo lo que yo contengo.


Anaïs Nin
Henry y June / Diario inédito
Plaza & Janés Editores, Barcelona, 1987, pp. 20-24

lunes, 27 de mayo de 2013

Casa de citas / Anaïs Nin / Henry Miller

Henry Miller

Anaïs Nin
HENRY MILLER

Diciembre de 1931
Traducción de María José Rodellar

He conocido a Henry Miller.
Vino a comer a casa con Richard Osborn, un abogado a quien tuve que consultar sobre el contrato del libro de D. H. Lawrence.
Al salir él del coche y dirigirse a la puerta, donde yo esperaba, vi a un hombre que encontré agradable. En sus escritos es osten­toso, viril, animal, magnífico. «Un hombre que se emborracha de vida –pensé–. Como yo.»
En mitad de la comida, mientras hablábamos seriamente de libros y Richard se había abandonado a una larga perorata, Henry se echó a reír.
–No es de ti de quien me río, Richard –dijo–, pero no puedo evitarlo. Me importa un comino, ni un comino siquiera, quién tiene razón. Soy demasiado feliz. En este preciso instante me siento feliz con todos los colores que me rodean, y el vino. Es un momento ma­ravilloso, maravilloso. –Poco faltó para que se le saltaran las lá­grimas de la risa. Estaba borracho. También yo lo estaba bastante. Tenía calor y me sentía mareada y contenta.
Charlamos durante horas. Henry dijo las cosas más ciertas y profundas que he oído, y tiene una peculiar manera de decir «hmmm» en tanto se adentra en su propio viaje introspectivo.


Anaïs Nin
Henry y June / Diario inédito
Plaza & Janés Editores, Barcelona, 1987, p. 14


domingo, 26 de mayo de 2013

Casa de citas / Anaïs Nin / Luna de miel

Anaïs Nin
Anaïs Nin
LUNA DE MIEL

Noviembre de 1931
Traducción de María José Rodellar

Nunca hemos sido tan felices ni tan desgraciados. Nuestras pe­leas son ominosas, tremendas, violentas. Nuestra furia roza el borde de la locura; deseamos la muerte. Tengo el rostro arrasado de lá­grimas, las venas de la sien se me hinchan. A Hugo le temblequea la boca. Un sollozo mío lo arroja de repente a mis brazos, entre lloros. Luego me desea físicamente. Lloramos y nos besamos y al­canzamos el orgasmo en el mismo momento. Y un instante después, analizamos y hablamos racionalmente. Se diría la vida de los rusos en El idiota. Se trata de histeria. En momentos de calma, pienso en la extravagancia de nuestros sentimientos. El aburrimiento y la paz se han acabado para siempre.

Ayer, en mitad de una pelea, nos preguntamos:
–¿Qué nos está pasando? Nunca nos habíamos dicho cosas tan terribles. –Luego Hugo dijo–: Es nuestra luna de miel y estamos excitados.
–¿Estás seguro de ello? –pregunté yo, incrédula.
–Tal vez no lo parezca –repuso él riendo–, pero así es. Lo que sucede es que estamos desbordados de sentimientos. Nos cuesta trabajo mantener el equilibrio.
Una luna de miel con siete años de retraso, madura, llena de miedo a la vida. Entre pelea y pelea somos intensamente felices. Infierno y paraíso a un  tiempo. Somos a la vez libres y esclavos.
En ocasiones parecía que supiésemos que la única atadura que  puede unirnos es el frenesí, idéntica intensidad que entre amantes y queridas. Inconscientemente, hemos creado una relación sumamente efervescente dentro de la seguridad y la paz del matrimonio. Lo que hacemos es ampliar el círculo de nuestras penas y placeres dentro del círculo de nuestro hogar y de nuestras personas. Es nues­tra defensa contra la intrusión, lo desconocido.


Anaïs Nin
Henry y June / Diario inédito
Plaza & Janés Editores, Barcelona, 1987, pp. 12-13


sábado, 25 de mayo de 2013

Casa de citas / Andrea Camilleri / Cartas




Andrea Camilleri
BIOGRAFÍA
CARTAS

No sólo me escribo cartas a mí mismo, también se las escribo a personas desconocidas o que me invento. Es que para mí la escritura debe ser un ejercicio cotidiano, como el que realiza el pianista, porque si no la mano se oxida, y eso es algo que no se puede permitir un escritor.



viernes, 24 de mayo de 2013

Casa de citas / Andrea Camilleri / Dioses


Andrea Camilleri


Andrea Camilleri
BIOGRAFÍA
DIOSES


Me gustaría hacer una pequeña distinción: yo no soy un ateo, soy un no creyente. Quiero decir que contemplo la posibilidad de creer y la de no creer. En lo que respecta a los dioses literarios, me considero pagano porque tengo muchos ídolos, de Pirandello a Joyce, de Cervantes a Simenon.




martes, 21 de mayo de 2013

lunes, 20 de mayo de 2013

Diario / Juguetes

Ilustración de Jimmy Liao

Triunfo Arciniegas
Juguetes
Bogotá, 9 mayo de 2013

De niño, en Málaga, perseguía los aviones. Supongo que los confundía con juguetes. Me veo corriendo, ansioso, hacia el aeropuerto.






domingo, 19 de mayo de 2013

Diario / Conversación en el bar

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Triunfo Arciniegas
Conversación en el bar
Bogotá, 8 mayo de 2013

Habla de una mujer hasta el cansancio, tratando de arrancársela y, al mismo tiempo, hundiéndola aún más en sus propias entrañas. Está demasiado borracho. La conversación degeneró en monólogo. Tengo sueño. Estoy a solo tres cuadras del hotel y a esta hora todavía se puede caminar. En una de sus pausas, cada vez más largas, le pregunto si le pido un taxi. Sus ojos vidriosos me miran un momento.  "¿Todavía estoy aquí?, dice. 



sábado, 18 de mayo de 2013

Diario / Leda


Triunfo Arciniegas
Leda
Bogotá, 8 mayo de 2013

Más ebrio aun, me cuenta otra historia que nunca escribirá porque no es suya: demasiado traqueada, es decir, de todos. Leda, estremecida de gozo, ahogó al animal entre sus piernas. Nunca supo si se trataba de Zeus o de un cisne cualquiera.



viernes, 17 de mayo de 2013

Diario / Hermanos


Triunfo Arciniegas
Hermanos
Bogotá, 8 mayo de 2013

Un poco ebrio, un amigo me cuenta la trama de una novela que nunca escribirá. Luego no sabe si la historia, que acaba mal, es suya o la leyó en alguna parte. Se trata de dos hermanos que se disputan a sus mujeres. Uno es mago, y el otro, poeta. Mientras uno les endulza el oído para seducirlas, el otro las hechiza con sus trucos. El poeta las ve salir felices del cuarto del mago, sin sus poemas, y con cierta melancolía reconoce que se equivocó de profesión.




jueves, 16 de mayo de 2013

Diario / Pobres

Lobo
Bogotá, 2012
Fotografía de Triunfo Arciniegas


Triunfo Arciniegas
Pobres
Bogotá, 7 de mayo de 2013

En la esquina de la Séptima con Diecinueve, en pleno y miserable centro de Bogotá, un ladrón me ofrece un celular de lujo. Son como las nueve de la noche y no ha dejado de llover. No llevo dinero en el bolsillo en este momento y sé que no haré ningún negocio con el ladrón, pero me detengo a escucharlo, dominado por esta antigua manía de observar cómo funciona la gente. Me enseña las maravillas del celular y me pide ciento treinta mil pesos. Quiere que le ofrezca, me acosa para que lo haga. "Se lo bajé al patrón por una deuda", dice. Extraño razonamiento. Sé que es una mentira, sé que le robó el aparato a cualquiera, tal vez hace apenas un rato, y que lo venderá esta misma noche. Con su frase pretende aclarar que no se trata de un rabo sino de un acto de justicia. "Somos pobres", dice, insistiendo en un ofrecimiento, en una absurda solidaridad. 



miércoles, 15 de mayo de 2013

Diario / Evelio Rosero



Triunfo Arciniegas
Evelio Rosero
Bogotá, 6 mayo de 2013

Voy al apartamento de Evelio Rosero a tomarle unas fotos. No tengo una buena foto suya y es la primera vez que visito su guarida. Siguiendo las instrucciones, tomo el Trasmilenio, me bajo en la estación de la 77 y camino hacia la estación del Minuto de Dios, donde nos encontramos después de otra llamada al celular. Me enseña los humedales, caminamos unos minutos y le tomo un par de fotos. Evelio es tímido. Sé que la cámara lo hace sufrir.

Vamos al apartamento y destapa una botella de vino francés. Quiero vender el apartamento y comprar otro. Le aconsejo que lo mantenga y adquiera otro. Que lo alquile para ayudarse a pagar el nuevo. Sonríe, incrédulo, cuando le digo que si pudo conseguir éste, tarde o temprano tendrá dinero para otro. Su vida es mejor ahora debido al éxito de Los ejércitos, novela premiada y traducida a veinte idiomas. Le he llevado de regalo un libro de fotografías. Me corresponde con otro, también de fotografías, una bella edición de Taschen.

Ahora fuma menos. No sé si sigue bebiendo igual. Se le notan los años. Se nos notan. Ya no somos aquellos muchachos flacos y muertos de hambre que buscaban un editor.

Hace menos de una semana terminó una novela, sin título por ahora, y la envió a su editor en España. No se me ocurre preguntarle por su nuevo proyecto. Casi nunca hablamos de nuestro oficio. Nunca, en más de veinte años, me ha preguntado qué estoy escribiendo. Hablamos de libros. Leo sus recomendaciones y él atiende las mías. Ayer mismo compré un libro de Saki porque me recomendó uno de sus cuentos mientras recorríamos la feria del libro. En otros años le prestaba paquetes de libros. Se los dejaba por un tiempo, hasta mi siguiente viaje a Bogotá. Hablamos de mujeres, por supuesto. Una vez viajó hasta Pamplona para hablarme de una mujer que lo arrastraba por la calle de la amargura. Me pregunta por una hermosa que hace más diez años llevé a su casa en Chía, una morena exuberante. "Llegaron furiosos, peleando", recuerda. Llegamos embarrados porque había llovido. Ya no veo a esta hermosa pero nos escribimos. Quiere tomarse un café conmigo. Hablamos de las mujeres que perdimos y envejecieron en brazos de otros. De los amigos, de los que ya no son amigos. De los editores. Quisiera registrar toda nuestra conversación pero mi memoria no da para tanto.

Llega la pizza y no deja que le ayude a pagar. Está lloviendo. La luz disminuye pero aún puedo hacer unas tomas. Evelio se recuesta en un sillón y le hago una buena foto mientras mira el techo. 

Me firma unos ejemplares que quiero regalar. Como el clima no permite que volvamos a los humedales, lo acompaño en su carro hasta la Biblioteca Luis Ángel Arango. Escuchamos los viejos temas de Santana. Entregará unos libros y sacará otros. Desde que lo conozco es un asiduo visitante de la biblioteca. Nos despedimos a la entrada. Sigue lloviendo.





martes, 14 de mayo de 2013

Diario / Mujeres





Triunfo Arciniegas
Mujeres
Bogotá, 5 mayo de 2013

Mientras una mujer que adoré hace unos años me escribe para que nos veamos, tomarnos un café y tal vez restregarme su felicidad, otra me explica por correo que no está loca sino que le han pasado cosas locas. Extraño razonamiento.

No veo a ninguna, por supuesto.

Imagino que la primera todavía es bella y encantadora, pero no quiero escuchar el relato de su vida feliz con otro hombre. El privilegio de cruzarme en su vida ha sido doloroso. Temblaba al verla. Su olor me transportaba al paraíso. Era una adolescente cuando la conocí, con las piernas más bellas del universo.

La otra no es bella y sigue estrellándose contra las paredes. Me hiere, me dice las cosas que le pasan por la cabeza y luego me acusa con descabellados razonamientos si me alejo y evito a toda costa su presencia. Oscurece mi vida. Me acosa, me persigue a gritos como una vendedora de repollo en el mercado, me amenaza con desnudársele a otro, y al día siguiente me confiesa su amor o me reprocha que no acepte su amistad. No estoy obligado a ser su amigo. Maldigo el día en que la conocí. Acordándome de la frase de Capote, es una de las personas que borraría de mi vida con un soplete.

La una es luz que quema y una sola palabra suya trastornaría mi vida. Ella, una rana platanera, muerta de risa, me considera un murciélago. Amanecer con ella   sería mortal. La otra es sombra y amargura. De todas maneras, ambas significan el desequilibrio, la perdición y el abismo.



lunes, 13 de mayo de 2013

Casa de citas / Fernando Vallejo / Contra García Márquez




César Vallejo
CONTRA GARCÍA MÁRQUEZ

Dice Fernando Vallejo, refiriéndose a dos grandísimos escritores, Balzac y García Márquez: “Ustedes dos escriben como comadres chismosas, en prosa cocinera”. 

Quien lea el texto completo, va a terminar diciéndose "Qué bruto pero qué bruto fue ese García Márquez. ¿Por qué no buscó los sabios consejos de Fernando Vallejo mientras escribía Cien años de soledad?" La obra maestra que nos perdimos, qué pesar. A Vallejo ni siquiera el título le parece un acierto, y con ironía de bobo pendejo lo acusa de plagiar a Rubén Darío.


domingo, 12 de mayo de 2013

Casa de citas / García Márquez / Mujeres II




Gabriel García Márquez
MUJERES II

En todo momento de mi vida hay una mujer que me lleva de la mano en las tinieblas de una realidad que las mujeres conocen mejor que los hombres y en las cuales se orientan mejor con menos luces.


sábado, 11 de mayo de 2013

Casa de citas / García Márquez / Mujeres



Gabriel García Márquez
MUJERES

Creo que las mujeres sostienen el mundo en vilo, para que no se desbarate mientras los hombres tratan de empujar la historia. Al final, uno se pregunta cuál de las dos cosas será la menos sensata.


viernes, 10 de mayo de 2013

Casa de citas / García Márquez / Vejez

Gabriel García Márquez
Foto de Sara Facio
Gabriel García Márquez
VEJEZ


El secreto de una buena vejez no es otra cosa que un pacto honrado con la soledad.

Gabriel García Márquez
Cien años de soledad
Sudamericana, Buenos Aires, 1968, p. 174