domingo, 16 de noviembre de 2014

Casa de citas / Rodrigo Fresán / Bioy Casares

Adolfo Bioy Casares

Rodrigo Fresán
BIOY CASARES

Era un gran anfitrión. Sobre todo, como dije, si llegabas bien acompañado. Y era un gran conversador. No sólo sobre literatura. Ahora que lo pienso y lo recuerdo, no hablaba mucho de lo suyo. Eso sí, parecía saberlo todo sobre los demás y lo de los demás; pero lo manifestaba con elegancia. En lo personal, y para mí fue un gran elogio, fue el único entre mis lectores que se dio cuenta de que él mismo era el narrador del primer relato de La velocidad de las cosas. Una vez fui a entrevistarlo junto con Fito Páez y la conversación tuvo tramos antológicos, como cuando Bioy se demoró en preguntarse y responderse acerca de si los fantasmas se cepillaban los dientes. Lo visité más seguido en sus últimos tiempos y me acuerdo mucho de una vez en la que, temblando, me dijo que le daba mucho miedo morirse porque "es algo que nunca estuvo en mis planes". Lo vi por última vez -fui a visitarlo luego al hospital donde falleció, pero no admitían visitas- poco antes de morirse. Tuve la previsión de ir acompañado de Ana, con quien me casaría a la brevedad en México (y quien no dudó en comentarme que si Bioy tuviese unos pocos años menos se fugaba a donde fuera con él y sin pensarlo demasiado) y el hombre estaba exultante y hasta jugueteó con la idea de viajar a Guadalajara y ser nuestro padrino de boda. Pero no pudo ser, está claro. Bioy -y Stanley Kubrick- murieron durante mi luna de miel. Dos de mis ídolos máximos. Mal signo, pensé. Pero aquí estamos todavía, con Ana, juntos, toco madera. Meses antes, durante mi última visita a su departamento de la calle Posadas, Bioy ya estaba en silla de ruedas. Y, en el momento de la despedida, insistió, como caballero que era, en acompañarnos hasta la puerta. Ana se ofreció a empujársela; pero yo le dije en voz baja que, como había una enfermera, tal vez no convenía entrometerse en el protocolo establecido para estas cosas. A lo que Bioy, que tenía un oído privilegiado, volteándose en la silla, lanzándome una mirada fulminante a mí y una sonrisa encandiladora a Ana, comentó: "Fresán, a esta altura de mi vida lo único que puede concederme su futura esposa es el empujarme la silla de ruedas. No me prive también de eso".


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