jueves, 21 de septiembre de 2017

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Margaret Atwood

LOS PRETENDIENTES


Los pretendientes no se presentaron enseguida. Durante los nueve o diez primeros años de la ausencia de Odiseo, sabíamos donde estaba -en Troya-, y sabíamos que seguía con vida. No, no empezaron a asediar el palacio hasta que la esperanza se fue reduciendo y estaba a punto de apagarse. Primero llegaron cinco, luego diez, luego cincuenta; cuantos más eran, a más atraían, y todos temían perderse el interminable festejo y la lotería de la boda. Eran como los buitres cuando divisan una vaca muerta: primero bajo uno, luego otro, hasta que al final todos los buitres que hay en varios kilómetros a la redonda están allí disputándose los huesos.

Se presentaban cada día en el palacio, como si tal cosa, y ellos mismos se proclamaban huéspedes míos; elegían ellos mismos el ganado, sacrificaban ellos mismos los animales, asaban la carne con la ayuda de sus criados y daban órdenes a las sirvientas y les pellizcaban el trasero como si estuvieran en su propia casa. Era asombrosa la cantidad de comida que podían engullir: se atracaban como si tuvieran las piernas huecas. Cada uno comía como si se hubiera propuesto superar a los demás; su objetivo era vencer mi resistencia con la amenaza del empobrecimiento, de modo que montañas de carne, colinas de pan y ríos de vino desaparecían por sus gaznates como si la tierra se hubiera abierto y se lo hubiera tragado todo. Decían que seguirían haciéndolo hasta que yo eligiera a uno de ellos como nuevo esposo, así que intercalaban en sus borracheras y juergas absurdos discursos sobre mi deslumbrante belleza, mis virtudes y mi sabiduría.


Margaret Atwood
Penélope y las doce criadas
Salamandra, Barcelona, 2005, pp. 102-103




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